Por: Víctor Alejandro Burgos
Twitter: @budasufi
Vimos pasar el asteroide sobre nuestras cabezas. Era una bola de fuego humeante que atravesó el cielo rugiendo como un titán enfurecido. Era de noche, madrugada de hecho, pero parecía que el día estuviera en su apogeo. Una ola de calor, humo y ceniza nos sofocó hasta el punto que nos vimos en la necesidad de buscar un refugio que nos brindara sombra. Los cristales de las ventanas vibraban hasta quebrarse, los perros lloraban aterrados e inverosímiles ráfagas de vientos levantaban árboles de raíz. “Todo arderá”, pensé mientras sentía en mi mano, la mano de Johana apretándome tan fuerte como si creyera que fuera a escurrirme de un momento a otro. Los aparatos eléctricos dejaron de funcionar y el tiempo, por primera vez, dejo de existir por completo. Ya no había diferencias entre la noche y el día: el cielo se había convertido en una sabana en llamas que consumía, como una gran vela, todo el oxígeno de la tierra. No había lugar posible al cual pudiéramos huir y salvarnos. Johana empezó a llorar. Nada podíamos hacer. Absolutamente nada. Como especie, pensé, teníamos el privilegio de abandonarnos al exterminio absoluto con la voluntad hecha polvo. Nada ni nadie podía salvarnos. Para ser sincero, no me embargó el pánico o la impotencia. No. Empecé a llorar obnubilado por la certeza de ser un hombre muerto.