Por Maru Luarca
Twitter: @Lady_Micu
¿Alguna vez has pensado en lo estúpida que luce la ropa colgando de los lazos meciéndose solitaria bajo el pesado sol de una terraza vacía?
Más absurdo aún el interminable ritual de lavarla como si fuera urgente borrar de ella todo rastro de los cuerpos que la habitan.
¿En qué se transforma la ropa cuando quien la ocupaba ha muerto de pronto?
Sigue ahí impasible, moviéndose al ritmo del viento sin saber que su dueño no volverá jamás. La madre regresa, con urgencia, arrepentida de su insistencia en desechar con tanta prisa el aroma amado de las fibras que lo albergan. De pronto, la excusa de no acumular ropa en un cesto se convierte en la peor de las ideas. ¿Quién no querría guardar en un cesto los recuerdos y despertarlos cuando fuera necesario, acercando una prenda a la nariz? ¿Quién no querría llenar sus pulmones con memoria de días pasados y verlos bullir de nuevo, brillantes y tangibles, en la pantalla de los párpados cerrados?
La ropa en los armarios se funde con el cedro en las repisas. Olvida de pronto a qué huele quien la usó y se mimetiza con los bosques que alguna vez fueron. Cadáveres de bosques en los que acumulamos cosas. Sin un cuerpo que la use, la ropa se desintegra al fondo de los cajones, y con ella, se marcha la vida que alguna vez palpitó bajo su sombra.