Por Fernando González
Twitter: @DePapelyTinta
Lo que más me gusta de platicar con las personas es que—casi siempre— te regalan esas historias que te desgañitan el alma y te profundizan en una armonía que quién sabe dónde tenías guardada. Algunas son rumores que escucharon del vecino o fábulas contadas por el abuelo y otras son meras vivencias que te erizan la piel y te recuerdan que sí, que aun viviendo en nuestro mundo como está y viendo cosas tan espeluznantes siendo ya normales por la costumbre de verlas, sí puede penetrarse en el sentido humano. Esta es una historia real, escrita con las vivencias personales que me regaló un conocido para regalárselas a ustedes.
Dios va a saber cómo conocí a Miguel, pero me relató la historia de su hermano Sergio, un hombre de 35 años viviendo como si tuviera dos adolescentes dentro. Totalmente descontrolado, Sergio se atiborraba de drogas, cigarros y alcohol, mucho alcohol. Cuenta Miguel —de 18 años—que desde que tiene uso de razón, así era Sergio: que no obedecía de razones ni prevenciones. Que le era divertido ignorar a quienes le advertían de las consecuencias que sus vicios le podrían traer, y que diario, absolutamente todos los días durante cinco meses, perdía la conciencia y noción de todo.
Un 28 de abril, dice Miguel, Sergio recibió una llamada telefónica proveniente de un número privado: el abogado de la familia de una joven le había demandado por violación a menor de edad. La chica estaba embarazada. Sergio, en su natural reacción, corrió al bar de uno de sus amigos y no volvió en tres días. Al cuarto día, la madre de Miguel y Sergio recibió una llamada en la que decían a la señora que se había levantado una orden de aprehensión en contra de Sergio. La señora, inundada en llanto, buscó a Sergio en el bar y regresó un par de horas más tarde con el hombre inconsciente. Dio no sé qué a Sergio para volverlo a la conciencia y de entre uno de sus cajones sacó un fajo de billetes y se lo dio a Sergio. En un intento desesperado de ejercer el instinto de protección maternal, la señora estaba ofreciéndole fuga a su hijo. Le hizo una maleta y lo envió con uno de sus hermanos a Monterrey para que posteriormente lo llevara a Estados Unidos y le diera piso ahí.
Tras un par de días sin noticias de Sergio, el hermano de la señora llamó para advertir que Sergio jamás había llegado, lo que provocó una inmediata movilización de la familia por encontrarlo.
Pasaron un par de semanas y Sergio no fue localizado hasta el momento en el que el teléfono sonó: era él. En la llamada, no muy detalladamente se me dijo, Sergio se había ido a Morelia junto con la muchacha menor de edad que había embarazado. Resultó pues, en palabras de Sergio, que el padre de la joven había decidido demandarle porque cómo iba a aceptar que su hija había tenido relaciones con un desconocido (ante sus ojos siendo aún una niña).
Sergio, aún sabiendo los riesgos que esto implicaría y alegando un profundo amor por ella, tomó a la chica y se fugó con ella. La madre, desconcertada, imploró a su hijo recapacitar recibiendo nada más que negativas.
Pasaron tres meses y Sergio llamó para informar que se había retirado la demanda en su contra y que el padre de la muchacha finalmente había recapacitado. Sin embargo Sergio no volvería. Dos años después, en los que la única comunicación que mantuvieron con Sergio fue por teléfono, los mantuvo al tanto de su nueva vida. Sergio se había reformado y había dejado finalmente sus vicios para convertirse en un hombre responsable, trabajador y padre de ya dos hijas. Decidió volver por una promesa en la que aseguraba que lo haría solamente cuando fuera un ejemplo de orgullo para su madre y su hermano. Cumplió.
En esta parte del relato, Miguel dejó caer un par de lágrimas y con voz entrecortada, me dijo: “Y lo logró el cabrón”. Sergio finalmente volvió lúcido y con un brillo en los ojos que al menos Miguel nunca había podido ver. Conoció a sus sobrinas y a su cuñada y parecía que finalmente todo el martirio y el mal sabor de boca había quedado atrás. Pero no.
Una madrugada, Sergio tuvo dolores muy intensos en el abdomen que terminaron tumbándolo en una camilla de hospital. Permaneció tres días ahí y entonces recibieron la visita del doctor en la habitación: “Lamento informarles que padece de cáncer de páncreas”. El silencio nunca había hecho tanto ruido y la luz nunca se había sentido tan oscura. “Puede practicarse el tratamiento de quimioterapia y ver si puede erradicarse el cáncer, pero las posibilidades son mínimas”, agregó el doctor. Miguel salió de la habitación y no quiso saber más. Finalmente la vida de excesos de su hermano estaba dando sus consecuencias.
Relata Miguel desencajado, que fueron seis meses de tratamiento en los que su hermano fue deteriorándose física y emocionalmente. Que la enfermedad no parecía reaccionar al tratamiento y que el espíritu iba vaciándose de poco en poco como arena entre los dedos. Que la esperanza se burlaba de ellos y la desolación era otro integrante más de la familia.
Al séptimo mes y tras un tratamiento semanal, el doctor entregó un informe sobre el estado de Sergio: “Decía que el cáncer parecía estar reaccionando, cabrón; que sí podía salvarse. Todos estábamos tan felices porque hasta los que ya nos habíamos rendido, recuperamos la tranquilidad”. Y acá, en esta parte, era yo quien tenía el nudo en la garganta y las lágrimas atoradas en el pecho. Cuatro meses más de tratamiento y de una esperanza renovada bastaron para que Sergio venciera al cáncer y pudiera volver a casa tranquilo y a sabiendas de que había ganado esa lucha que no tantos tienen la fortuna de ganar; volver a tener una vida normal.
Y así fue: durante tres meses, la familia que tantos tragos amargos y tantos momentos de pesadumbre había tenido, encontraba un resquicio de sosiego entre la tempestad. Un día, un domingo, Miguel fue de visita a casa de su hermano. Salió con Sergio a la tienda que estaba atravesando la calle de su casa a comprar leche para las niñas, cuando un par de hombres con capucha se acercaron y apuntando con sus pistolas les exigieron que entregaran sus pertenencias. Miguel, asustado, corrió hacia la casa y en un instinto de protección, Sergio se plantó de frente a uno de los hombres. Habían disparado a Miguel y Sergio interceptó la bala.
“La verdad es que nunca he podido dejar de sentirme culpable, ¿sabes? Todo el tiempo pienso en qué hubiera pasado si no se me hubieran hecho chiquitos los huevos y me hubiera quedado ahí. Lo extraño y si pudiera hablar con él otra vez solo le diría que cumplió esa promesa que nos hizo y que, más que eso, fue, es y será mi héroe y mi ejemplo a seguir. Ya quisiera ver que alguien viviera la mitad de lo que él pasó en su vida y no se hubiera rendido”.
Al verdadero Miguel: gracias profundamente por regalarme a tu hermano y su historia; por regalarme tu vida.