Por: Maru Luarca
Twitter: @lady_micu
Recordé que crecí en un hospital y que tengo historias que contar.
A un par de horas del amanecer, bajé silenciosa a aquel sitio prohibido. Los pies desnudos sobre el piso frío de la madrugada. Tenía sed. Desde mi cama hacia la cocina, el paso obligado por esa área dormida del hospital. Desde el vano de la escalera, la luz fluorescente escapa titilante y es un rótulo de ciudad barata que anuncia algo que debes ver. No lo pensé, empujé la puerta y entré.
Sobre la mesa del quirófano, al centro de la habitación, la mujer inmóvil. La piel cruzada de insólitas franjas púrpura como un diseño sanguíneo pugnando por salir. Joven, veintitantos calculé. Sus manos delgadas sobre su vientre. Una delgada sábana guardando la desnudez. ¿Existe pudor en los cuerpos inertes?
La recordé de unas horas antes. Una ambulancia y el bullicio de los vecinos. Ese capricho de la gente del pueblo: correr detrás de cada carro de muerte para observar de cerca los procesos de aniquilación. Sobre el frío metal grisáceo de la camilla de los bomberos la vi entrar. La memoria es chata, pero creo recordar que apenas se movía. Su abultado vientre anunciando que en ese cuerpo viajan dos. Un copioso hilo de sangre escurriendo debajo del vestido. La voz gruesa del camillero diciendo algo. Solo guardé una palabra: aborto. Alguien me atropelló en el medio del caos y me hizo a un lado.
Los médicos, a toda prisa, ajustándose las mascarillas al rostro. Dos o tres enfermeras nerviosas y mucha sangre, llanto de fondo. El olor a formaldehído diluido anunciando una sala estéril. La vorágine de órdenes, humores, angustia y trajes verdes desapareció tras la puerta y el silencio cayó de golpe.
Me quedé ahí, sentada en el borde de la grada. “Aborto” repetía mi mente. Nada sucede, ni ahora, ni entonces.
Una cubeta llena de espeso líquido corinto. La enfermera y yo cruzamos miradas en silencio mientras vierte el contenido sobre el canal de desechos. Noto su pena por verme ahí.
—No se quede aquí, nena— musita. Me quedo igual. Otra cubeta. Nunca había visto tanta sangre. El canal es una vía bermellón por la que escapa la vida a litros.
Se abrió la puerta y adentro todo es quietud. El rostro agotado del médico —mi padre—, lo dice todo. La Parca tiene su premio. Recuerdo una lágrima en sus ojos verdes. Su uniforme era el símbolo de una cruenta lucha. Me observó sombrío y murmuró: “No pude”.
Asentí con los ojos y lo vi desaparecer por el jardín.
A un costado, una caja pequeña de satén. Me acerqué despacio y levanté la tapa. Los círculos amoratados alrededor de los ojos y una mortaja de blanco hervido envolviendo el cuerpo minúsculo. Diminutos deditos asomando por el borde. Tomé la manita y un peso gélido se instaló en mi pecho. Lloré como aún lloro lo que no comprendo. Robé un cabello de la madre, que no hizo ningún reclamo. Lo enredé en la manita de su bebé. Un rito inútil de amarrar la vida que se les fue.
Volví a la cama, pero jamás volví.