Por Víctor Alejandro Burgos
Twitter: @victoralejo_
Lo cierto es que mi intención nunca fue asistir en calidad de testigo, pero su lastimero exhibicionismo me excluyó de sus penas, viejas ya desde hace años, y nada pude hacer. Era un mero observador de su locura por el sufrimiento, por la pena, por el dolor. Sus llantos y gritos tenían el único propósito de hacer acudir a más y más insectos carroñeros, igual que el olor del cadáver putrefacto llama a multitudes de alimañas hambrientas. Ella, sí, quería ser devorada por su pesadumbre, deseaba ser roída hasta las huesos, consumida, tragada por su propio dolor. Víctima de todos sus tormentos, yacía inerte en el suelo, a veces. Otras, se movía frenética, como convulsionando en la nada y se volvía una masa de carne y hueso ululando dentro de un torbellino mudo, haciéndose y haciéndonos todo el daño posible.
Yo, espectador del desenfrenado espectáculo de rabia y odio anónimos, miré absorto su figura, su sombra violenta. Fui, ocasionalmente, salpicado en el rostro con su sangre, sudor y sus lágrimas tan espesas y ardientes como magma. Incólume tuve que presenciar el desgarramiento de su piel y músculos, de la perforación de sus huesos desnudos, blancos como la cal, rocas vírgenes y ciegas, contentivas de la médula. Y sí, estaba paralizado. No podía moverme un centímetro porque ella, como una fiera herida y asustada, giraba hacía mí esgrimiendo una dentadura con restos de cabellos y carne, me miraba con ojos de fuego y gritaba “¡Aléjate! ¡No me toques!”
Quise quedarme, de verdad. Pero no podía soportarlo más. Di la vuelta escuchando aún sus gritos bestiales, el ruido de su cuerpo chocando contra el suelo y las paredes, el rugido de su piel abierta en canal y el pantano de sangre regado a sus pies. Ya nadie la veía y ella lo sabía. Pero en su fuero interno también sabía que todavía quedaba un testigo más que convencer de su magnánimo dolor: ella misma.