Cuento por Bibiana Faulkner y Viviana Quintana
El día que nací no lo recuerdo, sin embargo, el día de mi muerte aún no he podido olvidarlo.
Desde que tengo uso de razón poseo una idea a medias de lo que trata la vida. La mayor parte de ella la viví en un hogar cálido, pero siempre triste. En realidad nunca quise ser más grande de lo que soy, o tener los ojos de otro color, ni siquiera pensé en el color de mi cabello, o lo rápido que podía correr.
Muchas veces creen que no entiendo lo que dicen, o la preocupación con la que a veces hablan de mí, y hasta cuando dicen que ya no me aguantan. No, no es fácil sentirse solo con tantos caminando por ahí, ni tampoco es tan fácil contar mi historia con tan pocas palabras, porque son muy pocas las que escuché por esa casa. A pesar de tantas cosas, sé que me quieren, todavía me quieren. Daniel y María nunca discutían, salvo cuando llegaba la noche y empezaban con lo mismo:
—Se llamará Leonardo.
—María, ya te dije que no quiero hablar de eso.
—¿Por qué no? a esta casa le hace falta un Leo y no un Demián.
—Ya dije, no te arriesgaré, con Demián estamos bien.
Daba pena ver a María secarse las lágrimas con el borde del hombro al sentir a Daniel aproximarse a la habitación. Daba pena ver a Daniel fingir que todo estaba bien cuando notaba manchada del hombro la blusa de su mujer. Y me daba pena yo, creyendo que sólo bastábamos los tres para ser felices, qué tontería. La misma discusión nocturna era lo que hacía triste a esa casa.
Todavía recuerdo cómo empezó lo que más recuerdo de mi vida. Eran las once de la noche, estábamos celebrando un año más del matrimonio entre Daniel y María. Ella, María, es una de esas mujeres a las que les puedes pedir matrimonio con apenas verla la primera vez, a Daniel le sucedió justo eso. A mí también me hubiera pasado de no ser porque la conocimos juntos, y como buen amigo, le cedí el honor de hacerla su mujer.
Por otro lado, Daniel es un tipo apuesto, algo tímido, siempre distraído. En su mano izquierda traía siempre un reloj dado por su madre en algún cumpleaños pasado. Era de mediana estatura y de unos ojos tristes, siempre tristes.
Como decía, esa noche, Daniel estaba con todos los invitados en la sala mientras María paseaba de un lado a otro en la cocina, esa mujer es realmente bella. El ambiente de la fiesta era bueno, la música no lo era tanto pero sacaba de cualquier apuro. Yo me encontraba sumamente boyante corriendo entre las personas que meneaban vasos entre sus manos, era divertido ver a María persiguiéndome para calmarme. Ella nunca lograba hacer gran cosa conmigo, supongo porque era muy grande el amor hacia mí que prefería dejarme andar por donde yo quisiera.
Esa noche, Daniel agarró unas botellas de la mesa y las metió en una caja —Ahora regreso, iré a comprar más cosas —dijo cargando la caja que había sobre la mesa. Salí con él de la casa para acompañarlo. Sin embargo, supongo a mi amigo muy despistado, tanto que, no se percató de mi compañía y arrancó a gran velocidad en su automóvil. Vaya cosas, no tenía llaves de la casa. Nunca se interesaron en hacerme unas.
Esperé varios minutos afuera, Daniel no se tardaría, y María caería en cuenta de mi falta en la fiesta, seguro. A lo lejos de la casa, podía ver cómo pasaban autos de un lado a otro, seguramente era una de esas avenidas grandes que seguido pasan en la televisión. Me entró una curiosidad enorme por saber qué sucedía allá, en aquel lugar donde se veían muchas luces, sin embargo, tenía que esperar la invitación a pasar de nuevo a la fiesta; al parecer estaba mejor que antes pues la música resonaba en el cristal de las ventanas que daban hacia la calle.
Pensé que sería buena idea ir a esa avenida de luces a ver si Daniel pasaba y me traía de regreso, ya que mis ruidos sobre la puerta no sirvieron de nada, sin duda alguna, la fiesta seguía mejor que antes, ¿mejor sin mí?, ¿nadie se daba cuenta de mi falta?, ¿alguien sabía que ya tenía hambre de nuevo, que hacía frío? Caramba, no puedo pensar que ni siquiera María se haya dado cuenta de lo importante de mi presencia.
(Continuará…)