Por: Abraham Jácacome
Twitter: @chicosintuiter
Construyeron una pantalla panorámica. En las afueras, cerca de la terminal eléctrica de la presa. En ese tiempo, todos los niños iban diario después de la escuela. Luego ya no, cuando decidieron derribarla y prohibir que cualquier menor se acercara solo a esa zona de la ciudad.
Mentiría si dijera que yo nunca fui, a pesar de no tener muchos amigos, pero la idea de una pantalla panorámica me parecía de otro mundo. Y lo era en cierta forma. Era un mundo que ella misma inauguraba cuando todos llegaban y se sentaban en el pasto a ver la programación diaria. Después empezaron a vender comida, dulces y refrescos principalmente. Y es que la pantalla no estaba dirigida exclusivamente a los niños, pero ellos fueron, desde el inicio, los únicos que se pararon por ahí. Diario, casi sin falta. Los adultos pensaron que era una pérdida de tiempo, como casi todo lo que hacían quienes eran más jóvenes que ellos, y siguieron con sus actividades cotidianas. ¿Qué habrían pensado sus vecinos si los hubieran visto ahí?
A mí me gustaba la idea. Aunque como dije, sólo fui un par de veces, quizá tres, cuatro cuando mucho. Me parecía un buen invento, un adelanto tecnológico muy por encima de los que el pueblo había visto hasta entonces. Además, tener a decenas de niños sentados en el pasto concentrados en algo durante horas no es poca cosa. Claro que eso lo pienso ahora, que soy adulto y tengo hijos.
En ese entonces, para mí sólo era lo que era: la oportunidad de estar lejos del mal humor de mi madre, del tedio de mi padre, de la soledad de ser hijo único, de la estupidez supina de la televisión, de los minutos, de los días que se iban acumulando como piedras sobre una balanza, del olor de la cotidianidad, que presagiaba el final de algo que yo apenas alcanzaba a comprender. Pero otra vez estoy pensando como adulto. La verdad es que el presagio yo apenas lo intuía, y aun así iba ocasionalmente a la presa a ver lo que la pantalla tenía que decir. Y eso era mucho más de lo que podía esperar en casa.
Hasta que, como sucede en todas las buenas historias, pasó el desastre. Ese día yo no había ido, pero al siguiente no se hablaba de otra cosa en la escuela y todo mundo se enteró. Uno de los niños que había ido a la pantalla saliendo de clases no regresó a su casa. Al principio pensaron en un secuestro, pero nadie llamó nunca a pedir recompensa. Un accidente. Era probable. Buscaron exhaustivamente en el río de la presa; sin éxito. ¿Habría escapado? Agotaron los caminos y pueblos aledaños, pero nadie encontró nada. Además, resultaba inverosímil que un niño escapara solo y sin tener ninguna clase de problemas en casa. Su padre era empleado en la ciudad igual que el mío y su madre era ama de casa; vivían bien. Él tenía una hermana.
La investigación duró meses. Ninguno de los niños lo había visto irse ni llegar de la pantalla, lo cual dificultó el proceso. Hubo interrogatorios, se realizaron búsquedas comunitarias y no hubo un día en que su madre no fuera a la presa por la tarde a esperar ver, en vano, la silueta de su hijo contra el sol poniente. A veces la acompañaba la hija menor. El marido pasaba por ella al anochecer, de regreso del trabajo. Algunas noches, mi padre llegaba a casa contando que los había visto a ambos sentados en la defensa del coche, mirando hacia el horizonte con ayuda del último hilo de luz solar. Nunca se volvió a saber nada de él.
Fue entonces que decidieron destruir la pantalla. Sin violencia excesiva ni movilizaciones aparatosas. Simplemente una decisión. La consecuencia lógica según la ilógica visión de los adultos. Exigir que se derribara la pantalla y prohibir a los niños acercarse a la zona de la presa sin ir acompañados de un adulto. Así fue como lo resolvieron.
Y nadie opuso resistencia, todos los adultos estaban más o menos a favor de esa postura:
“Es culpa de la pantalla, los niños no tienen nada que hacer solos en ese lugar y mucho menos a esa hora”.
“Quizá no sea la pantalla, pero es cierto que no debieran andar solos”.
“Si al menos fuera algo productivo, no sé, que les enseñaran alguna profesión, algo útil para la vida. Qué bueno que quiten ya eso y todos podamos vivir en paz otra vez”.
“Yo mañana me voy a llevar a mi hijo al trabajo para ir enseñándole el negocio familiar de una vez. Sirve que se distrae, que ha andado triste últimamente”.
Nosotros, los hijos en cuestión, no sabíamos qué pensar. No creíamos que la pantalla tuviera la culpa de nada y no queríamos que la derribaran, pero no íbamos a oponernos a la decisión de los adultos, no después del nerviosismo por lo que había ocurrido. Y la verdad es que también teníamos miedo. No pensábamos que nos fuera a pasar algo, pero nadie desaparece así como así. Teníamos miedo y estábamos llenos de dudas. Casi tantas dudas y casi tanto miedo como los que nos provocaba pensar en el futuro incierto después de los días bajo el sol, después del olor del pasto recién cortado, de las pistas de ciclismo que llamábamos calles, de los helados en verano, derritiéndose más rápido de lo que podíamos comérnoslos, y de esos últimos días de vacaciones llenos de ansiedad, del murmullo de ese reloj interno que nos contaba los segundos para quién sabe qué.
Al final derribaron la pantalla y ningún niño pudo ir a verla por última vez. Mi padre, sin embargo, quien regresaba en ese momento del trabajo, me contó que mientras cortaban el grueso poste que le servía de soporte, la pantalla proyectaba todavía. Y que la última imagen que alcanzó a ver a la distancia, mientras conducía, fue una gran frase en letras azules sobre fondo blanco que decía: “Todo va a estar bien”.