Por Katherine Aguirre
Twitter: @kath_af
Carlos tenía apenas ocho años la primera vez que le rompieron el corazón. Pobre chiquillo víctima de la dulce mirada de una niña que sólo le quería por sus juguetes.
Con el pasar de los años tuvo que aprender a vivir con su corazón roto y remendado hasta cumplir los 18; una vez siendo mayor de edad, la ley le permitía comprar corazones en cualquier estado.
Su primera adquisición fue un corazón de fuego, que mucho no le duró porque se lo apago una hermosa chica con corazón de hielo. Luego compró uno eléctrico, pero en menos de 3 años tantos cortocircuitos lo averiaron.
¡Lo intentó todo! Corazones de piedra, cristal, de cuerda y metal. Pero de nada servía, siempre dejaban de funcionar y por partes se rompían bajo los efectos de otros corazones que nunca en serio lo querían.
Cansado de todo, Carlos se levantó de su cama una mañana esperando que ese día su suerte cambiara; estaba harto de sentirse atascado bajo la fuerza de un “mercurio en retrógrado” o cualquier otra de esas teorías que su madre le decía eran la fuente de su mala suerte y agonía.
Se miró en el espejo listo para salir.
“Hoy escogeremos bien y esta vez sí funcionará”, se repitió a sí mismo mientras su reflejo lo miraba con incredulidad.
No tardó ni una hora en llegar a la tienda de su preferencia. “El corazón que quieras con la cualidad que prefieras” era el lema que se encontraba en la pared principal del lugar. Él ya se conocía el sitio de memoria, pero igual decidió buscar en cada mostrador y en cada rincón.
Etiquetas, precios, cualidades y colores. Lo vio todo hasta que dio con uno en oferta que no tenía descripción, solo una nota en la caja que decía que era un corazón real, un corazón humano sin modificaciones ni cualidades predeterminadas, de esos que toman tu esencia como si nacieras con él, y en letras pequeñas decía “viene en pareja”. Pero no era cierto, ese corazón estaba allí solo y la oferta claramente era porque el juego se encontraba incompleto.
A Carlos no le importó. “¿Qué tan malo puede ser?”, se preguntó. Pagó por su adquisición y salió.
El riesgo que tomó Carlos había resultado muy bien; su —ya no tan— nuevo corazón funcionaba a la perfección luego de un par de años. No le dolía ni se había roto. Era aparentemente inmune a los corazones malintencionados de todas las chicas de la ciudad.
Y así siguió con el pasar de los años hasta que un día de primavera, regresando a su casa, decidió sentarse en un banco de la plaza a disfrutar de la brisa y del ocaso.
“Te encontré”, dijo una voz femenina y el corazón de Carlos comenzó a latir desenfrenadamente.
Giró la cabeza y al ver a la chica a los ojos comprendió que en la tienda de corazones había conseguido la mejor oferta que la vida había podido darle.