Por Víctor Alejandro Burgos
Twitter: @victoralejo_

 

 

Me encontré de pronto en una habitación blanca, pulcra y ordenada. Había una cama tendida, un pequeño escritorio y un ventilador de techo que se movía lento y perezoso. Detrás de mí estaba ubicada una ventana cerrada con llave, sin cortinas y por la cual entraba la cálida luz del sol. Deduje que afuera el clima estaba hermoso, templado, como esos largos días de verano en los que todas las horas parecen tener el mismo color. Delante de mí estaban seis personas creo haber contado bien, desmarañadas, sucias, resoplando como si acabaran de recorrer una gran distancia, y me miraban fijamente, hostiles y salvajes. Llevaban puestas unas batas blancas raídas, estaban descalzos y tenían los pies sangrantes y llenos de rasguños. Inmóviles, no me quitaban la vista de encima. Pero  yo no sentí aprensión alguna o sobresalto. Yo también estaba inmóvil, mirándolos, con una bata blanca, los pies llenos de magulladuras y casi sin aliento. Sé que es imposible mirar a los ojos a una multitud, a un pequeño grupo de personas, pero en ese momento lo hice. Los observé como si fueran uno solo, una sola persona parada delante de mí y haciéndome frente. Uno de ellos se mueve y se acerca. Alza su brazo y me entrega una llave. El hecho de que se moviera y su proximidad me afectaron más que su anterior comportamiento. Recuerdo haber dado media vuelta e introduciendo la llave en la cerradura de la venta, la abrí de par en par. Me dio en la cara el viento, el sol, los sonidos del exterior, todo junto y mezclado en una sensación tan densa y pesada que por un segundo me sentí extremadamente mareado. Me hice a un lado para ver cómo las seis personas se acercaban a la ventana y uno por uno fueron lanzándose hacia afuera. Me quedé solo en la habitación y el tacto de la llave en mi mano fue como una droga calmante que ralentizó mi torrente sanguíneo de nuevo a su ritmo normal.

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