Por Yovana Alamilla
Twitter: @yovainila
La primera vez que lo vi estaba afuera del centro comercial, de ese que es grande, rosa, y que está lleno de gente que compra montones de cosas que paga a lo largo del año en abonos chiquititos aunque luego no tengan para comer.
Era jueves, estaba oscureciendo y ya era muy tarde porque mi clase diaria de ese idioma que no termina de gustarme ya tenía media hora de haber terminado. Yo estaba en la puerta del establecimiento cuando de repente giré a mi derecha para ver si la librería estaba abierta, y sin querer –o tal vez queriendo- volteé hacia donde estaba usted.
No era la primera vez que nos veíamos, habíamos coincidido ya dos veces en la librería de otro establecimiento, de aquel que está lleno de aves nocturnas. Y cómo iba yo a olvidar aquellos ojos verdes, y aquella camiseta negra que los hacía resaltar.
Nuestras miradas se cruzaron y aún me río al recordar el miedo que nos dio, de estar ahí y encontrarnos, de nuevo, aunque parecía la primera vez.
Saqué el libro que siempre llevo en mi bolso para leer un poco y tranquilizar las palpitaciones locas que ahora usted también conoce, pero justo cuando estaba a punto de saber qué haría Desdémona para justificar la pérdida de su pañuelo, todas las demás personas habían dejado de existir. Escuché una voz grave, levanté la mirada y de pronto usted estaba frente a mí. Usted y su camiseta oscura, usted y sus ojos, usted y sus hermosos ojos.
No podría describir con exactitud quién de los dos se veía más nervioso, si yo que no dejaba de tocar mi cabello, o usted que no dejaba de jugar con sus manos, como siempre lo hace, como siempre lo hacemos. Se presentó, se inclinó, me dio un beso en la mejilla y me invitó a caminar por esa plaza llena de gente que ahora parecía tan vacía, en esa noche tan oscura: la noche en que le encontré, la noche que nos encontramos y que decidimos que no íbamos a dejarnos perder.