Por Ángel Valenzuela
Twitter: @metaficticio
Nunca he sido supersticioso. No creo en la existencia de un ser supremo cuyo plan maestro tiene trazado nuestro destino. Creo en el azar. Creo que todo es consecuencia de una continua sucesión de accidentes. Supongo que tengo debo mencionarlo porque, desde pequeño, los libros y las letras son lo único que ha tenido sentido para mí. “Libros y letras”, dice mi abuela, cada vez que me repite la misma historia de cuando niño, aún sin saber escribir todavía, solía llevar a todas partes una libreta y un bolígrafo. Confieso que estos recuerdos son prestados. A fuerza de tanto escucharlos de ella, ahora los guardo también: yo dibujaba letras mucho antes de conocer el significado que se escondía detrás de ellas.
Algunos pensarían que mi destino ya estaba marcado y que, a pesar de haber crecido contaminado por la creencia popular de que el escritor es una figura mística dotada de un talento excepcional, que vive aislado en las capitales culturales del mundo, no en Ciudad Juárez, eventualmente todo se alinearía para que yo me convirtiera en escritor.
Pero, como ya he dicho, no creo en el destino. Creo en la causa y efecto: puesto que ya había mostrado esa sensibilidad de pequeño, era una consecuencia natural que en algún momento cobrara la madurez o el valor suficiente para hacer lo que siempre quise hacer. La única fuerza invisible que actúa sobre mi voluntad es la que me empuja a escribir para hacer que esta vida sea un poco más llevadera. Ese es mi credo.