Por: Maru Luarca
Twitter: @Lady_Micu

 


Hablar sobre el perdón parece algo común en estos días. Común y lejano. La indulgencia como un intangible que nunca abandonará su connotación aspiracional. Pienso en ello mientras, acomodada en la cama, leo los diarios online y bebo el primer café de la mañana.

 

¿Cuánto estamos realmente dispuestos a condonar?

 

Mientras la palabra perdón se prostituye en los afiches de la Mega Iglesia de la esquina y se gasta hasta parecer una mancha en la sotana del párroco de domingo, el odio y el resentimiento hacen fiesta en el día a día. La verdad es que no estamos dispuestos a soltar.

Supongo que algo de amor propio irá en ello. ¿Cómo puedo mostrar clemencia a quién me hizo daño? ¿Acaso creen que soy idiota? Y hasta resulta comprensible: si ya me lastimó, mínimo que no se robe la dignidad que me queda. Parece ser un razonamiento aceptable.

 

El punto es que debemos hacer una parada en el camino. Mojar en saliva la punta del dedo y verificar si el viento que sopla, empuja o retrasa. Evaluar si estamos caminando para llegar a alguna parte o si, por el contrario, cegados de amor propio, vamos en círculos como perros mordiendo la propia cola. 

Es interminable la lista de cosas que no podemos perdonar y que entretienen tanto, cansan demasiado, agotan al extremo de no poder voltear la página.

 

Pienso en Rosa. Una historia habitual: un esposo que engaña. El trago amargo de la deslealtad. No una, varias felonías porque en esta tierra de macho latino, es más hombre el que más traiciona. El egoísmo es tremenda ceguera. Pienso en el dolor que se enrolla en el pecho, como un gato perezoso que no planea moverse de ahí. Uno que de vez en vez, saca las garras y los colmillos y muerde por dentro. Hasta que la entraña sangra y por la garganta sube el sabor metálico de uno mismo, lloviendo rojo por dentro.  Los días giran entonces alrededor de eso. De la mentira. De nuestra poca capacidad de lidiar con lo que nos rompe. Una persona herida no puede más que pasar las horas viendo la carne viva adentro de su abertura. Porque duele y el dolor es un tirano que no deja pensar en otra cosa.

 

Pienso también en Roberto y en su muerte debajo de una cortina de balas. En la rabia callada contra la vida que tiene un final. La muerte es inevitable y te alcanza lo quieras o no. Saberlo no evita que la pérdida de quienes amamos duela, pero ayuda a no estancarse en el luto y la lágrima. Pienso en su partida repentina y en la frustración que quedó, como herencia tácita, entre sus deudos. En la condena  propia a la que nos somete la búsqueda sin fin de la condena de otros. Replicar el odio es la peor de las esclavitudes. 

 

Perdonar es un ejercicio consciente al que hay que obligarnos. Muchas veces, las más creo, la absolución llega mucho tiempo después de la acción de perdonar. Se trata de eso. De inventarnos de nuevo, dejando atrás el dolor que pesa como piedra y decirnos valientes ante el espejo, que estamos escribiendo otra historia. Se vale usar las palabras luminosas del pasado, pero no el odio y el llanto que nos destruyen. Repetirlo ante el espejo, esperando que llegue el día en que finalmente nos descubramos sonrientes y de pie sobre la página inmaculada de la historia nueva que nos dimos como oportunidad.  

 

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