Por Yovana Alamilla
Twitter: @Yovainila
La primera vez que se me rompió el corazón tenía 13 años; fue gracias a uno de esos amores de secundaria que poco a poco van enseñándote que si de amor se trata siempre te romperás.
Luis era el chico más influyente de la escuela, un líder rebelde con los profesores, defensor de los desprotegidos, poseedor de las notas más bajas de su generación y de unos hermosos ojos color miel. En cambio yo era una jovencita de esas que siempre están atentas a clases, esas a quien nadie les hace caso y que nunca faltan en el cuadro de honor. Éramos como polos opuestos y, como bien dice la física, teníamos que atraernos.
Fuimos elegidos para formar parte del consejo escolar, ahí nos conocimos. Todo el día estábamos juntos, así que me enseñó cómo hacerle para no entrar a prácticas de laboratorio sin que el profesor se diera cuenta, a falsificar la firma del subdirector para justificar faltas y que para ser feliz solo bastaba caminar por la calle tomados de la mano.
Después de seis meses seguíamos juntos, aunque nadie entendía muy bien por qué. Habíamos planeado ir al baile del 14 de febrero que organizaba la escuela —al que asistí sola porque él nunca llegó—. Ese día solo tuve los chocolates que me dieron mis amigas y un mensaje de texto en el que Luis me pedía que fuera a ver la parte de atrás de la sala audiovisual; me dirigí hacia allá y cuando llegué vi un grafiti hecho con aerosol color azul cielo que decía «Te quiero». Él lo había hecho para mí.
Cuando los maestros vieron el grafiti, entrevistaron a algunos alumnos y entre ellos alguien lo delató; el prefecto me advirtió que si no le contaba a la directora quién había pintado el salón, me suspenderían una semana. No le dije nada y no me suspendieron, pero Luis nunca regresó a la secundaria.
Luego de quince días llegó el subdirector a mi clase de matemáticas, yo me sentaba frente al escritorio y pude escuchar cómo le decía a la profesora que tachara a Luis de la lista de 3° B, pues había sido transferido a otra secundaria por mala conducta. Volteé a verlo y él asombrado me dijo que pensaba que ya estaba enterada, le contesté que no y salí al baño donde me quedé hasta la hora del receso.
Al siguiente día Luis llegó a la hora de la salida, me entregó una carta donde decía que ya no íbamos a poder volver a vernos y otra hoja donde me transcribió la letra de la canción «Las piedras rodantes» que cantaba El Tri. Ese día me rompí por primera vez y en un intento de unir los pedazos comencé a escribir cartas que jamás le entregué, poemas que nunca le leí y relatos —donde teníamos un final feliz— que jamás llegaron a sus manos. A partir de ese día no dejé de escribir porque de alguna forma así me sentía menos rota, pero nunca volví a saber de él, y es una lástima porque me gustaría decirle que, en efecto, nunca he hecho nada malo que no hiciera él.