Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita

Nací un 12 de agosto; no recuerdo si alguna vez fui feliz en un festejo, supongo que sí. Recuerdo que al cumplir 5 años, mi padre mató un puerco al que yo le tenía mucho cariño y lloré toda la mañana, pero al atardecer en mi festejo me comí dos tacos de carnitas con mucha cebolla.

Siempre me ha gustado la cebolla. Y comer. Y las carnitas.

 

No recuerdo otro cumpleaños feliz. En otra ocasión, mientras quebraba la piñata en forma de Superratón (es que yo era como «batillo») me gustaban las cosas de niño, me resbalé y caí en una piedra pegándome en la cabeza; quizá por eso estoy medio tarada. La fiesta terminó de forma abrupta. En otra festejo, en el de 7 años, mi fiesta fue con el tema de bailarinas: me vistieron como una y papá nunca llegó con la piñata, irónicamente se había quedado en una cantina, precisamente con una bailarina.

 

Cuando cumplí 10 años nadie fue a mi fiesta porque me dio varicela, pero me divertí atragantándome de pastel y carne asada que nos duró toda una semana.

 

De ahí jamás me festejaron. Hasta que llegué a los 30 y me hice una fiesta grandiosa donde por primera vez vi a mamá y papá bailar una cumbia y una ranchera; donde papá se portó a la altura y mamá cuidó que a nadie le faltara ni comida ni trago. Fue una buena fiesta. Recuerdo haber llorado sentada en la tarima que papá me hizo porque jamás lo vi hacer nada por mí y ahí estuvo él toda una semana bajo el calor inclemente clavando y juntando madera, nivelando y midiendo mientras las gotas de sudor se escurrían por su rostro envejecido y marcado por los excesos. Puso una manta con unos detalles de unos cactus y fue mi técnico de sonido. Papá estuvo ahí detrás de todo eso y al final cuando vio que todo había salido bien, se sentó y bebió hasta que se cansó.

 

La fiesta terminó como terminan la mayoría: con algún familiar sentido, otro borracho, otros queriendose pelearse, pero fue, sin duda, la mejor fiesta que he tenido en toda mi existencia.

 

Durante el tiempo que estuve casada (que fueron 17 años) jamás se me festejó un cumpleaños, más que el que yo misma me organicé. En casa nadie nunca me felicitó, ni me abrazó y yo, por algunos años, en mi cumpleaños la pasé llorando en las escaleras, incapacitada para hacer algo, solo sufrir la tiranía de alguien que me odiaba y al cual sin razón alguna yo me aferraba.

 

Ahora estoy libre de eso, pero los estragos del pasado se quedaron. Tengo 3 años divorciada, pero sigo llorando cada 12 de agosto en las escaleras, sigo odiando ese día, sigo deseando que no me feliciten, que no me abracen, que no me digan “feliz cumpleaños” porque la palabra feliz me queda muy grande. Quizá algún día logre superar el 12 de agosto. Cuando, irónicamente todos los miembros de mi familia celebraron mi llegada, fui una niña querida, mimada, protegida, pero eso duró tan poco que crecí en el seno de una familia más que disfuncional yendo de un lado a otro; una niña que tuvo que ser adulta a los 9 años, una niña que fue objeto de disputa, de peleas y de odios, una niña que tuvo media infancia feliz entre flores amarillas y campos verdes, una niña que tuvo una infancia marcada por golpes entre olor a gasolina y cerveza, hambre y abandono.

 

Fui una niña que lo tuvo todo y a la vez no tuvo nada. Te odio, 12 de agosto. 

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