Por Ángel Valenzuela
Twitter: @MetaFicticio
La primera vez que vi a un muerto tenía unos tres años. O cuatro. De cualquier forma, la experiencia me dejó una imagen indeleble en la memoria a pesar de mis escasa edad: aún recuerdo el rostro púrpura y abotargado de ese tío lejano, el más querido por mi padre, y pienso que, si mi familia no me hubiese llevado de la mano, jamás me habría acercado a verlo al féretro por voluntad propia.
Así fue también que comencé a entender la muerte y sus rituales. La familia y amigos se reunían por un par de noches: las mujeres rezando en la sala; los hombres fumando afuera. Todos lamento. Luego, el entierro ayudaba a cerrar ese ciclo con un último puño de tierra. Los dolientes seguían manteniendo el luto por un tiempo prudente, pero las lágrimas se reservaban a la discreción de la habitación y poco a poco la ausencia ayudaba a asimilar la pérdida.
Nunca me ha parecido bonito, pero definitivamente era más sencillo. Antes, cuando la gente moría, se iba y ya. Fin del asunto. Ahora tenemos que aprender a vivir con sus fantasmas virtuales.
Hace casi cinco años falleció un amigo muy cercano. Todo fue repentino y, sobra decirlo, doloroso. Hasta entonces jamás me había planteado cómo sería perder a un ser querido en tiempos donde la preponderancia de las redes sociales es incuestionable, de modo que tuve que reaprender a hacer frente la muerte. Al principio, ver su icono en rojo en el mensajero me provocaba una enorme sensación de vacío. Muchas veces ignoré sus alertas por ocuparme de otros asuntos, como seguramente él hizo conmigo. Sin embargo ahora sabía que jamás volvería a conectarse y esas conversaciones quedaron en el aire.
Luego, al caer en la cuenta de que su perfil de Facebook seguía activo y con mayor actividad que cuando él vivía, entré en shock: no podía comprender que una persona continuara su vida virtual después de la muerte. Me parecía natural que amigos que no estuvieron cerca en sus últimos días tuvieran la necesidad de desahogarse, despedirse de él, de cerrar ese círculo, de modo que traté de entender que dejaran mensaje tras mensaje en su muro. Sin embargo todo el asunto me parecía tan poco solemne. Tan mórbido.
Deseé que alguien pudiera cerrar de una vez por todas su perfil. Que hubiésemos nacido equipados con un botón que, al morir, emitiera una señal que cancelara nuestras redes sociales para evitar esta experiencia a los que dejamos vivos. Sin embargo, confieso que de tanto en tanto la añoranza me empujó a visitar su perfil con la intención de ver antiguas entradas, comentarios o fotos. De alguna forma nunca se fue.
Hoy finalmente su vida electrónica tuvo un desenlace. Nadie tomó las acciones necesarias, no se eliminó su perfil pero tampoco hay quien se acuerde de escribir un mensaje en su muro, por tanto su nombre jamás ha vuelto a aparecer en el feed. Aunque esto puede representar que finalmente hemos encontrado consuelo, que lo hemos dejado ir, no deja de ser un tanto confuso porque llegar a este conocimiento fue volver a experimentar la pérdida.
Ese es la desventaja de las vidas virtuales: luego, cuando llega el momento, habrá también que sufrir dos pérdidas y guardar dos lutos.