Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita
He padecido los viernes desde hace un buen tiempo.
No recuerdo cuantos años, lo que sí recuerdo es cuánto los he sufrido. A trastadas, a desveladas, a desasosiegos.
Por él.
Él tuvo siempre esa magia de reducirme a nada con el simple hecho de llegar a una hora indecente o no llegar, que es lo mismo. Siempre fueron los viernes, nunca otros días.
Y yo, impaciente, intentaba dormir. Casi nunca lo lograba, solo atinaba a dar vueltas en la cama como león herido, como un león exiliado de su manada que lo perdió todo, hasta la dignidad.
Siempre fueron los viernes —nunca otros días —, en los que al caer la tarde me llenaba de desesperación, entonces leía y leía libros que resultaban siendo solo letras vacías porque el dolor era más grande que mi debilidad por la lectura. Sabía que mientras yo leía, él reía, vivía, se divertía, amaba, engañaba, olvidaba, y yo me convertía en una piltrafa que se revolcaba en su propia miseria.
La diferencia entre él y yo es que él nunca le temió a la vida.
Ni a las tonterías de que todo en ella se paga, yo sí lo creía y así se me pasaron 10 años de vida esperando que pagara algo que yo misma permitía.
Siempre fueron los viernes, nunca otro día.
Y esta casa que construí con retazos de piel se ha quedado vacía, ya no espero a deshoras, ni de madrugada, porque no volverá, y yo que padecí su abandono ahora padezco también su ausencia, nada cambió, todo sigue igual que cuando estaba aquí.
Es viernes y yo sigo escribiendo, quizá las letras me den ese consuelo que tanto necesito, quizá la luna, quizás las estrellas que esta noche quieren asomarse a mi cuarto abandonado mientras solo espero que este día, por fin se acabe.
Siempre fueron los viernes, siempre los viernes; nunca, nunca otros días.