por Arturo Garmendia

 

Los autores

Originalmente, La pianista es obra de la novelista austriaca Elfriede Janelik, famosa por su cáustica y desapasionada visión del mundo, y muy concretamente de su Viena natal. Y esta ciudad europea es a su vez famosa por su tradición musical, preservada y difundida por su eminente Conservatorio, cuna de grandes intérpretes. Pero a la sombra de esa brillante tradición, sostenida por una burguesía timorata y conservadora, medra una especie social digna de estudio: la de los profesores de música.

“La Alta Cultura musical que hace vivir este país -dice la autora- convierte a los profesores de piano en unos esclavos. Se formaron para alcanzar la gloria del concertista, pero no les ha sido acordada ninguna fuerza creativa. Deben existir anónimamente, sin tener una vida propia, trabajando para el éxito de los demás”.* Y sus alumnos, que deben empezar a prepararse a temprana edad, a menudo se ven expuestos a padres tiránicos que les obligan a una disciplina contraria a su edad, y a maestros dominantes, que descargan en ellos su propia frustración.

En la recreación de este mundo contó mucho la experiencia personal de la novelista, quien debió soportar en su niñez a una madre posesiva, que la destinaba a la carrera de concertista de piano; y la ausencia de una figura paterna en su entorno, ya que su progenitor había sido internado en un asilo para enfermos mentales.

De otra parte, la película basada en esa novela, es a su vez obra de un director también austriaco: Michael Haneke, nacido en Munich en 1942 y con estudios en psicología, teatro y filosofía, que se formó en la escena y la televisión alemana; y que como director cinematográfico comenzó a hacerse notar con sus primeras citas, principalmente Juegos divertidos (1996) y Código desconocido (2000), y que ahora ha alcanzado notoriedad mundial con esta su séptima cinta, ganadora en el Festival de Cannes 2001 de los galardones correspondientes al Gran Prix del Jurado, y a la mejor actriz y mejor actor en la competencia.

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* Citada en la página oficial de la película: www.mk2.com.pianiste/home.html
 

La película

La trama parece previsible y aún trillada; su desarrollo no lo es:
Erika Kohut, maestra de piano solterona y próxima a la cuarentena, sojuzgada por una madre abusiva y ruin conoce a un joven pianista aficionado, Walter Klemmer, que le hace la corte e intenta vencer su altiva resistencia. A medida que el joven se empecina en conquistarla ella se torna más agresiva, no sólo con su pretendiente sino también con su madre, sus colegas y sus alumnos, hasta que su verdadera naturale-za emerge, con fatales consecuencias.

Nada hasta aquí parece novedoso, mas lo que hace la diferencia es la forma en que la pequeña anécdota es narrada y la visión analítica y despiadada del director hacia sus personajes.

En efecto, con una frialdad diríase científica, Michael Haneke observa a esta modesta profesora tanto es su interacción con los otros personajes como cuando se encuentra en la más absoluta soledad; y son sus actos, mientras más mudos y reservados más elocuentes, los que nos van revelando una neurosis férreamente contenida por una voluntad en apariencia inquebrantable. “No tengo sentimientos -dice la pianista- Puedo controlar mis emociones con la inteligencia”. Y ello es así hasta que se produce su primer encuentro con su antagonista: En una escena emblemática, Erika y su madre abordan un elevador en un edificio de apartamentos, dejando fuera a Walter que quiere abordarlo en el último momento. Deliberadamente le cierra la reja en la cara, impidiéndole entrar en el cubículo transparente que empieza a ascender. Entonces el joven corre por la escalara en espiral en torno al vehículo que contiene a las mujeres, hasta que éste se detiene en el piso en que se celebra el concierto privado al que todos están invitados. El tema del acoso sexual y la resistencia femenina ha quedado así límpidamente planteado.

Pero el acoso insistentemente rehuido remueve las amarras internas de la protagonista; y es el acoso a que virtualmente somete la cámara cinematográfica al personaje lo que va desmontado, capa a capa, los recovecos de una personalidad vulnerada. Paso a paso asistimos a los rituales secretos de una voyerista empedernida: no sin sorpresa la acompañamos a una escapada nocturna y vemos cómo se introduce en una porno shop, recorre sus estantes, adquiere una ficha y luego espera pacientemente a que se desocupe una cabina, para ingresar en ella y disponerse a contemplar una película pornográfica. Luego vendrá su incursión a un auto-cinema, para acechar la cópula de parejas en celo, y como ninguna de esas acciones detiene su ardor, a la represión emocional sigue la física: estupefactos asistimos a la escena en que Erika, en el cuarto de baño, parece practicarse la ablación del clítoris con una navaja de afeitar, limpia la sangre de la bañera y después de herirse sale impasible para cenar en compañía de su madre. Lo peor de todo es que este segmento de la cinta ha hecho surgir al voyerista que todo espectador de cine lleva dentro, y ¿cómo condenar a quien sólo hace lo que vicariamente estamos haciendo nosotros mismos?.

La mirada psicoanalítica

Otro mérito de la cita es el rigor de su enfoque psicoanalítico. De hecho, la dinámica de la cinta la da la observación de las distintas patologías que aquejan a su protagonista, y cómo ellas van afectando el comportamiento de los personajes de su entorno, en una lucha incesante de poder de unos sobre los otros.

Por expresar de una manera gráfica este concepto, digamos que la película se estructura a partir de la conformación de distintos “triángulos de poder”: en un principio tenemos, en la cúspide de una pirámide, a una madre autoritaria que sojuzga a su hija, la que a su vez debe incorporar en la base de esa construcción simbólica a sus alumnos, desestabilizándolos para dominarlos y para preservar así un difícil equilibrio. Cada alumno, a su vez, tiene una madre tiránica, quien se alía a la pianista para preservar su poder. Este sistema neurótico entra en crisis con la irrupción del joven seductor, que viene a agudizar las contradicciones entre madre e hija, y también a impactar inadvertidamente la situación de los alumnos, que sufren al agudizarse la presión emocional adicional que les administra su maestra.

Pero como ni su patente menosprecio aleja al galán, ni la castración (simbólica o real) que se practicó consigue adormecer su deseo súbitamente agitado, Erika cede a la pasión y se convierte a su vez la némesis de Walter – lo acosa, lo provoca y finalmente se produce el encuentro erótico en los baños del Conservatorio, donde Erika revela su juego: se le entregará, siempre y cuando el macho consienta en ser dominado por la hembra. El la rechaza, pero ha caído en su trampa. Herido en su amor propio cambia de táctica y abandona los planteamientos amorosos en torno a la comunión de las almas, el romanticismo de la música y la identificación de los amantes de la alta cultura para dominar a su enamorada por la fuerza.

Así, se introduce violentamente en el departamento de la pianista, somete a la madre y se encierra con su presa, para construir un nuevo esquema de dominación con él en la cúspide y las dos mujeres en la base de sustentación. Poco dura su triunfo, pues Erika lo sorprende con otra vuelta de tuerca: lo que ella busca es una relación sadomasoquista y paradójicamente quiere someterlo a partir de obligarlo a que él la torture. Esa noche de insomnio Erika y su madre no atinan a adivinar sobre que bases se desarrollará su relación ni la que tienen con los otros personajes de su entorno.

No es nuestro propósito relatar el argumento completo de la película, sino sencillamente ilustrar como en su dinámica, la lucha encarnizada de los amantes malditos por dominar en la pareja produce desplazamientos caleidoscópicos en el conjunto y desemboca en un callejón sin salida, del que nadie saldrá indemne. Para cuando llegue la fecha del concierto que celebra el fin de cursos del Conservatorio, la escala de comportamientos psicóticos habrá transitado del voyerismo, la coprofilia, el acoso sexual, la auto-castración, el sadomasoquismo y la violación a los impulsos criminales y finalmente al suicidio.

Lo que sí interesa resaltar es que la locura de Erika (y aquí no sabemos si enmarcar entre comillas el adjetivo o no) consiste en querer hacer lo que en nuestro entorno cultural, si lo ejerce un hombre, pasa por normal y aún natural. Consumir pornografía; atisbar a una persona convirtiéndola así en objeto sexual; violentarla, humillarla, maltratarla y aún golpearla todavía tienen altos grados de consenso, y a casi a nadie se le ocurre calificar de “loco” al sujeto que practica todos estos actos. Pero si quien los comete es una mujer y su objeto de deseo es un hombre, la extrañeza del caso lo vuelve inmediatamente “anormal”. Prueba de ello es que en la escena en que finalmente el joven golpea a Erica antes de violarla, no pocos espectadores han de haber aprobado tácitamente el hecho pensando “ella se lo buscó”. Desgraciadamente, la misma escena de la castración femenina, tan controvertida en Occidente, no debe haber producido un solo estremecimiento en países del Medio Oriente, donde tal práctica es común y cotidiana.

Y este es un aspecto que también constituye un acierto del filme: poner en tela de juicio la moralidad burguesa, permeada como lo está de enfoques patriarcales y aún machistas; y lanzar al ruedo de la polémica la cuestión de la normalidad o anormalidad de los comportamientos sexuales diferentes.

La representación de la pasión

En cine, y en general en cualquier disciplina artística, importa tanto lo que se dice como la manera en que se dice. En La pianista el controversial contenido es expuesto a través de una minuciosa puesta en escena que incluye preponderantemente una narración fría, distanciada, en la que el autor expone hechos, pero evita dar opiniones sobre los mismos. Tiene además el problema de cómo representar el catálogo de patologías enumerado líneas arriba.

En efecto, la representación de la pasión sexual en el cine se ha convertido en un verdadero tour de force para los cineastas, dada la permisividad reinante hoy día. Aquí Haneke nada contra la corriente pues pese a lo osado de las escenas eróticas no hay ningún desnudo ni toma sexual explícita; y se salva el escollo mediante dos tácticas: por la vía de mostrar sólo un fragmento del cuerpo de los actores, mientras los diálogos, el sonido ambiental o la música se encargan de crear la idea de lo que se desea transmitir, o bien mediante la representación de actos sexuales con los actores completamente vestidos, captados en un plano general y mostrados de una manera tan distanciada que ningún espectador podría sentirse involucrado en o excitado por la escena.

Prueba de esto es la secuencia en que se da cuenta del masoquismo de la protagonista: ésta saca de bajo de su cama una caja con una serie de cuerdas e instrumentos de tortura cuidadosamente ordenados y da a Walter una carta que éste lee en voz alta, donde describe cómo espera ser tratada, y a la vez cómo espera dominarlo, paradójicamente, a través de su sumisión. El impacto conseguido en el ánimo del espectador es más violento que si se hubiera montado una representación violenta explícita.

Queda pues en manos de los actores el hacer creíbles a sus personajes y el dotarlos de una vida interna que explique el porqué de comportamientos tan extremos. Para ello cuenta con dos elementos excepcionales: Isabelle Huppert y Benoit Magimel.

Ella realiza un trabajo sencillamente magistral como la atormentada pianista dividida entre lo sublime de su dedicación a la música y lo abyecto de su comportamiento sexual. Pasa de un extremo al otro sin transiciones, haciendo gala lo mismo de un auto-dominio imperturbable que revelándose melodramática, enceguecida por la pasión carnal. La suya es una actuación que se basa más en el dominio corporal que en el manejo de la voz o del gesto. Fría, distante y desdeñosa, son sus acciones y sus actitudes desdramatizadas las que van dibujando poco a poco el personaje. En no pocas ocasiones da francamente la espalda a la cámara, como el prolongado plano secuencia en que rompe un vaso para esconderlo en el bolsillo del abrigo de la alumna a la que ha decidido castigar, sin que por ello decrezca el clima dramático de la escena, sino todo lo contrario.

A su vez Benoit Magimel, el actor que encarna a Walter ofrece una digna réplica a la Huppert. En otro estilo de actuación, más sencillo y espontáneo, su personaje se reviste de juvenil romanticismo en su etapa de seducción; se torna altanero y despreocupado cuando se da cuenta de que el objeto de sus atenciones no es la fácil presa que él creía, y se convierte en un verdadero patán cuando, exasperado y herido en su orgullo de macho acude a la violencia para conseguir su propósito.

Annie Girardot como la madre, y el cuadro de actores que integran el resto del elenco cumplen eficazmente con su cometido.

La filosofía, como arma de la inequidad

Con lo anteriormente dicho quedan debidamente acreditados los conocimientos y habilidad de Michael Haneke como psicólogo y director de actores. Queda por confirmarse su especialidad en filosofía, esto es, su posición frente a los hechos que narra.

Tarea difícil pues, como se ha manifestado a lo largo de este artículo, tanto la novelista como el director de la cinta se rehúsan explícitamente a tomar partido frente a sus criaturas: “Nosotros procedemos de manera analítica, sin pasión -afirma la escritora Elfriede Janelik -, como científicos que observan a los insectos. Desde lejos, uno percibe los mecanismos sociales más claramente que estando dentro de ellos. Mi escritura se limita a mostrar, de manera analítica, pero también polémica, sarcástica, lo que de mal existe en la sociedad. No hay mensajes: el mensaje no interesa a nadie. Dejo a otros autores la redención. Mi escritura, mi método, están fundados en la crítica, no en la utopía”.

Se escudan pues en la “Teoría de la neutralidad de las ciencias sociales”, que trata de escindir la realidad en “lo científico” y “lo ideológico”, y pretende elaborar una crítica de la sociedad, pero no asumir un compromiso con su transformación. Como en este caso: en el argumento es claro que el Conservatorio de Viena viene a ser una representación simbólica de la sociedad austriaca, amante de la música y los valores imperecederos del arte, capaz sin embargo de engendrar una galería de personajes tan frustrados y neuróticos como la que desfila a lo largo de la película. Lo mismo sucede desde el ángulo psicológico: El entorno familiar de esa sociedad claustrofóbica, anclada en los valores del pasado, no puede menos que producir monstruos, a los que se estudia como “insectos” y se les niega cualquier posibilidad de redención.

El problema estriba precisamente en ese punto: se trata de seres humanos y no de insectos. Estos últimos están sujetos a las leyes de la naturaleza, pero el hombre es capaz de razonar y cambiar su entorno y también su yo interno, si bien ambas tareas pueden ser muy superiores a sus fuerzas. Novela y película suscriben la doctrina hegeliana del amo y del esclavo, según la cual dominantes y dominados son interdependientes y no pueden concebirse uno sin el otro. De ahí ese retrato de la sociedad como un campo en lucha permanente, donde todos dependen de alguien y a su vez buscan como dominar a los otros.

Y en el centro de todo esto está una mujer, que a fin de cuentas se convierte en el relato la mujer, toda vez que las jóvenes pianistas se volverán, con los años, como sus maestras; y éstas, eventualmente, como sus madres.

Y ¿quién es Erika? En palabras de su autora, “es una mujer que no participa ni en la vida, ni en el deseo, cuya sexualidad reprimida se manifiesta en el voyerismo. Pero hasta el derecho a mirar es un derecho de los hombres. Es la mujer la que siempre es mirada, y no la que mira. Para emplear una terminología psicoanalítica, se trata de una mujer fálica, que se arroga el derecho masculino de mirar, y que por lo tanto debe pagar con su vida”.

Es decir en la práctica, mas que en los pronunciamientos filosóficos, Erika es una militante de la doctrina que en los años setenta del siglo pasado se dio en llamar “feminismo de la igualdad”, en contraposición del “feminismo de la diferencia”, que hasta ahora existen. Las feministas de la igualdad consideraban la diferencia de género como un instrumento de la dominación masculina, por lo tanto “sexista”. La tarea política, por consiguiente era clara: romper las cadenas de la “diferencia” y establecer la igualdad, al hacer que los hombres y mujeres fueran sometidos con el mismo patrón.

“Pero el feminismo de la diferencia propuso una interpretación nueva de la diferencia de género -señalan Teresa Durand y María Alicia Gutiérrez-, al considerar que la concepción de la “igualdad” sólo llevaba a la posibilidad de que las mujeres asumieran los mismos roles y funciones que los hombres. Este funcionamiento en “espejo” no resolvía las reales “diferencias”. Lo que sí era necesario plantear era que “diferencia” no era sinónimo de inferioridad o de sub-valoración. En ese sentido, consideraban que el feminismo de la igualdad reproducía el sexismo al seguir tomando como modelo valorado las actividades y los roles de los hombres” *.

La búsqueda de Erika es la de la igualdad sexual y la sociedad machista se encarga de destruirla. No es que no haya mensaje, sino que el mensaje es. “No hay nada que hacer: todo está podrido”. Y sí hay mucho que hacer, tanto en el terreno de las relaciones sexuales y amorosas, donde de sí es concebible la pareja que reconoce sus diferencias, para integrarlas a la búsqueda del bien común, con equidad y respeto; como en el de la sociedad en su conjunto, donde la producción de música, y de cualquier otra mercancía no implique necesariamente el sojuzgamiento y la humillación de los trabajadores.

* Teresa Durand y María Alicia Gutiérrez. “Del Aborto a los Derechos Sexuales y Reproductivos”. En Cuadernos de Red Mujer / Siglo XXI, México, Año 2 Núm. 7, pag. 10, marzo de 2003.

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