por Arturo Garmendia
En años recientes, diversas cinematografías orientales han comenzado a darse a conocer en occidente. La de Corea del Sur es una de ellas, y uno de sus directores más conocidos es Kim Ki-duk, algunas de cuyas obras se han presentado en festivales internacionales y lo han convertido en un director de culto. Tal es el caso de La isla (2000) y Samaria (2004), premiadas en los certámenes fílmicos de Venecia y Berlín, respectivamente. Por lo que toca a Las estaciones de la vida (2003), co-producida con Alemania, que mereció el premio del público en el Festival de San Sebastián, se trata de su cinta número once.
De entrada, Kim Ki-duk es un cineasta con una sólida formación en el oficio. Nacido en la provincia de Kyongsang, Corea del Sur, el 5 de febrero de 1961, cursó estudios en la escuela agrícola, de la que sería expulsado cuando contaba 17 años. De 1990 a 1992, vivió en París casi como un vagabundo. Para pagar sus estudios de Bellas Artes, solía ponerse a vender cuadros que él mismo había pintado en plena calle. En el año 1993, de nuevo en Corea, obtiene un importante premio por uno de sus guiones. Tras recibir otros dos galardones, emprende su primera película como director, Cocodrilo en 1996. En Las estaciones de la vida Kim Ki-duk no sólo escribe y dirige la película sino que también interpreta al aprendiz de monje en su madurez y decadencia, además de realizar el montaje de la misma.
Las estaciones de la vida se rodó enJusan, un lago artificial que cuenta con más de 200 años de antigüedad, en una zona de protección ecológica. La ermita budista en medio del lago fue expresamente construida para el rodaje de esta película. Los permisos para grabar allí se obtuvieron tras seis meses de negociación con las autoridades locales, temerosas de que el lugar pudiese sufrir daños. Lago y ermita, naturaleza y artificio ofrecen un escenario de enorme belleza visual, que es uno de los principales atractivos de la cinta gracias a la espléndida fotografía en color de Baek Dong-hyeon. Mencionemos también como un componente destacado la partitura de Park Ji-woong, a la altura de las circunstancias.
Ahora bien, para entrar en materia, digamos que la alegoría de las estaciones del año como las etapas más significativas de la vida no es en manera alguna asunto novedoso. Tiene sin embargo la virtud de seccionar la historia en cuatro apartados perfectamente definidos, creando así una estructuracompacta que sirve adecuadamente a una narración que se quiere lineal y absolutamente despojada de elementos retóricos.
Así, la primavera se corresponde con el relato de la infancia de un niño (Kim Jog-jo), aprendiz en el templo anclado en el centro del lago, que es tutelado por un anciano monje (Oh Young-so), únicos habitantes del lugar. Ninguno de los dos personajes tiene nombre y casi tampoco personalidad propia. El niño es feliz en contacto con la naturaleza, aprende a conocer las propiedades medicinales y nutritivas de las plantas y juega con los animales, bajo la pasiva supervisión del viejo. Mas cierto día, el niño atrapa y ata con un cordel sendas piedras a un pez, un sapo y una culebra,que les impiden moverse con agilidad. Esa noche, el monje hace lo mismo con el niño, quien debe cumplir la penitencia de liberar a las alimañas antes de ser despojado de su peso. Esa es la primera lección: el respeto debido a todo ser vivo.
Para el verano, el niño ha pasado a ser un joven de 18 años (Seo Jae-kyung), que en su paseo por la orilla del lago sorprende y es sorprendido por una pareja de víboras copulando. Pasos adelante se encuentra con la joven (Ha Yeo-jin) y su madre (Kim Jung-joung), que han venido a buscar la salud perdida de la primera, de manos del anciano sabio. La madre se retira y los jóvenes viven el despertar de sus sentidos con pasión y alegría. La joven sana
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y su madre regresa por ella. El joven monje, desesperado por la ausencia de su amada, reza porque cree haber cometido un gran pecado. Para su mentor, lo sucedido es algo natural, a condición de que la relación ahí termine. “La lujuria”, advierte a su discípulo, “despierta el deseo de poseer, el cual termina en el intento por matar”. Pero éste no lo escucha y lo abandona para buscar a su amada.
Ha pasado algo más de una década y el sacerdote, a falta de otra compañía, se hace acompañar ese otoño por un gato. Por casualidad se entera de que su protegido asesino a su esposa por haberlo traicionado con otro hombre y poco después, fugitivo de la justicia, regresa al templo. Ahora tiene 30 años,y la ira lo consume. Sabe que debe pagar por su crimen e inicia un ritual de mortificación física, en busca de la redención espiritual. Pero además tiene una cuenta pendiente con la justicia y dos agentes policíacos vienen a buscarlo, pero consienten en esperar a que termine su expiación tallando en el piso de la balsa – templo una sutra (escritura sagrada) de considerables dimensiones. Cuando los policías parten con su reo, el anciano sacerdote se inmola, y queda al cuidado del templo bajo la forma de una serpiente.
Años después, bajo la nieve de un crudo invierno, elprotagonista regresa para asumirse en su madurez como el sacerdote del templo. Su soledad se verá paliada cuando llega a su retiro una mujer (Park Ji-a), con el rostro cubierto por un velo morado, que porta un niño de brazos. Ninguna palabra media entre ellos y esa noche la mujer abandona a la criatura y en suretiradasufre unaccidente que le cuesta la vida. Así, laprimavera siguiente, el templo tiene nuevamente sacerdote y discípulo para reanudarel ciclo de la vida.
Si nos hemos atrevido a narra aquí el argumento completo de la cinta, es para mostrar que no hay en él nada excepcional ni muy profundo. De hecho no hay suspenso, intriga ni nada se nos esconde. Tampoco hay drama, acción ni catarsis. Solo unos cuantos hechos escuetos y desnudos, que nos hacen recordar el cine de Robert Bresson.
En efecto, como el cineasta francés,el sudcoreano Kim Ki-duk intenta apresar, a través de una narración elíptica, que omite muchos detalles, pero con una continuidad perfectamente calculada, la resonancia espiritual en lo material. Por ejemplo,cuando el monje asegura que la lujuria atrae el deseo de posesión y el discípulo abandona el templo, inferimos que va tras de su pareja. Y cuando el monje lee en un recorte de periódico que un hombre ha asesinado por celos a su mujer, no nos cabe duda de que se trata de la única pareja que nos ha mostrado la cinta. Pero además, esta cadena de inferencias y referencias nos hace sentir que atrás de los hechos no está el azar, sino algo más trascendente, llámese esto destino o voluntad divina.
Alguien ha hablado de que esta película es, en realidad, una “biografía zen”, y tiene razón. Más que un relato exótico, estamos ante una parábola que intenta explicar el sentido de la vida desde el ángulo de la filosofía budista. Es una lección de disciplina, renunciación, integración a la naturaleza y finalmente serenidad, con la ventaja de no intentar adoctrinar a nadie sino más bien inducir a la serenidad, a través de la contemplación desapasionada de los avatares de la vida humana.
Tan es así que los múltiples simbolismos religiosos (las esculturas e imágenes del culto, los rituales, las escrituras sagradas, las penitencias y oraciones) permanecen inexplicadas a pesar de serajenas a la ideología occidental; y aún así obran como referencias imprescindibles para conformar un mensajetrascendente sobre la condición humana.
Sin duda, Kim Ki-duk es el nombre de un artista a seguir.