por Arturo Garmendia
Tercera parte
Minimalismo
Silvia Pinal en La soldadera, de José Bolaños (1966)
¿Qué tienen en común cintas tan dispares como Amelia (1964), de Juan Guerrero, los cortometrajes experimentales de Arturo Ripstein, los filmes independientes de Felipe Cazals, Lasoldadera (1966), de José Bolaños, y el cine de Ramón Cervantes? En el plano argumental nada, pero en su discurso narrativo los identifica una férrea voluntad por dinamitar desde dentro el relato, por mostrar fragmentos de historias que se dilatan hasta el cansancio o subdividen al infinito, que se encabalgan y yuxtaponen siguiendo parámetros ilógicos o paralógicos, que llenan de oquedades el relato o lo vuelven una superficie continua en la que lo que importa, más allá del significado, es la vivencia de la duración.
Si la narración tradicional procedía mediante síntesis que permitían condensar en un formato dado un día o un siglo, en la corriente minimalista todo tiempo parece excesivo o insuficiente. Para el cine clásico toda historia podía ser contada de una manera coherente; el minimalismo pareciera postular que ninguna historia es plenamente comprensible y debemos conformarnos con conocer solo mínimos fragmentos de ella; aunque, paradójicamente, nuestra imaginación de espectadores siempre tenderá a suplir las ausencias, a integrar las imágenes faltantes.
Así, el drama de Amelia, protagonista del cuento de Juan García Ponce trasladado al cine por Juan Guerrero, era sugerido de una manera tangencial mediante las remembranzas de su marido, quien al hacer un recuento de su fallida experiencia matrimonial deja entrever que su desamor, irresponsabilidad e indiferencia fueron las causas que la llevaron al suicidio. Para dar vida a ese retrato femenino indirecto, Guerrero acudió a los procedimientos narrativos de un Antonioni, con buena fortuna: los prolongados tiempos muertos, los largos paseos de los protagonistas por la ciudad, la integración de la arquitectura y el paisaje urbano a los estados de ánimo de los personajes dieron, con su neutralidad, peso y substancia a un drama de conciencia.
Sin ajustarse del todo a los parámetros establecidos, pues La soldadera de José Bolaños (1966), incurre además en desbordamientos lírico-sentimentales y efectivismos de diverso grado, es una superación del esquema propuesto por Guerrero.
La soldadera tiene su origen en uno de los episodios previstos por Eisenstein para ¡Que viva México!, que no llegó a filmarse: algunas de las escuetas páginas del guión del realizador ruso fueron tomadas por Bolaños como punto de partida de su relato abrupto, seco y distanciado, que sigue las vicisitudes de una mujer del pueblo en el caos de una revolución, de la que nada entiende pero de la que recibe, sin embargo, todo el peso sobre sus hombros. Su errancia por los campos de batalla, a veces en un bando, a veces en el otro, sólo tiene un aliciente: llegar a tener una casa, obsesión relacionada con una búsqueda de permanencia, de posesión, de estabilidad.
La película es tan anárquica como el deambular de su protagonista. La cinta se dispersa recogiendo múltiples incidentes, se detiene mediante prolongados tiempos muertos o recurrentes planos secuencia, o se abalanza con inesperados movimientos de cámara. Los elementales estados de ánimo de la soldadera dictan la forma cinematográfica y viceversa. La minuciosidad del relato, con sus giros arbitrarios o súbitos estancamientos no aspiran, como en el cine clásico, a explicar, interpretar o juzgar los hechos que se presentan, sino a trasmitirlos en estado bruto. ¿Qué otra forma puede admitir el retrato de la inconsciencia más primitiva?
Felipe Cazals debutó en el terreno del largometraje, tras una fructífera experiencia en el documental de arte, con la cinta Lamanzanade la discordia (1968), otra experiencia de cine en bruto, desdramatizado, sin moral ni moraleja. Registra el deambular de tres matones a sueldo, encargados de suprimir a un cacique rural, que se emborrachan en tugurios donde les leen las cartas, se equivocan de víctima y ultiman a un inocente automovilista, a la vez que ultrajan a su esposa embarazada, se refugian temporalmente en un asilo para ancianos y finalmente ejecutan su misión, cuyos propósitos y consecuencias ignoramos.
Las acciones se suceden acumulando abyección tras abyección, y la historia no pareciera tener principio ni fin. El autor se muestra hermético ante sus personajes y su no drama. Aún la banda sonora y la música juegan a contrapelo de las escenas provocando, más que empatía, discordias. ¿Será éste el objetivo último del filme, aludirá a esto su título: provocar no la convergencia, sino el desacuerdo de los espectadores?
Al iniciarse los años setenta Arturo Ripstein hizo un paréntesis en su carrera dentro de la industria cinematográfica para filmar cinco ejercicios de estilo, que supusieron un paso adelante en la búsqueda de nuevas formas de expresión. La horade los niños (1969), mediometraje, es un experimento donde lo menos importante es la anécdota (sobre un hombre vestido de payaso, que debe entretener a un niño, mientras sus padres asisten a una velada) y lo más destacado, el transcurrir del tiempo, en una espera indefinida, que se corta de una manera abrupta, únicamente para reanudarse en el plano final, del payaso fuera de la casa, que ahora espera a que termine de llover para partir.
Más interesantes resultaron los cortometrajes Crimen , La belleza y Exorcismos (1970), que yuxtaponen planos larguísimos, de un minuto o dos, donde personajes indefinidos, carentes de psicología e inexpresivos, realizaron actos suspendidos en el tiempo cuyo sentido se nos escapa, pero que gracias al montaje abren al espectador una gama de interpretaciones posibles, que le permiten construir su propia historia.
Autobiografía (1970) se integra mediante cuatro planos del propio realizador; de dos minutos de duración cada uno; de frente, perfil derecho, perfil izquierdo y espaldas, y está más cerca de las provocaciones iconoclastas que lanzara Andy Warhol.
La continuidad de esta veta cinematográfica puede encontrarse en tres largometrajes: Apuntes (1974), Anacrusaode cómo la música viene después del silencio (1979) y sobre todo en Unoentre muchos o una anécdota subterránea (1981), work in progress de Ariel Zúñiga que podría definirse como una búsqueda del sentido profundo de nuestra realidad social, oculto tras un cúmulo de apariencias cotidianas.
Apuntes desdramatiza la sorda pugna entre un trabajador anarquista y un líder sindical reformista, asimilado a la ineficiente línea obrera del Partido Comunista Mexicano de los años cincuenta. El enfrentamiento termina con violencia al interior del sindicato (el líder charro es asesinado) y sobre él (el movimiento obrero es reprimido), todo ello narrado en solemnes planos fijos, detallando miserables escenarios vacíos, mientras la banda sonora se atiborra de discursivos alegatos en off. Más que la personalidad y trayectoria de los personajes importa aquí elaborar un diagrama del movimiento obrero nacional en aquella época, presa de incontables contradicciones, que después estallarían en las grandes luchas ferrocarrileras, petroleras, magisteriales y otras de fines de los cincuenta.
Como lo indican sus subtítulos (De cómo la música viene después del silencio y Una anécdota subterránea) Anacrusa y Uno entre muchos procuran desarrollar un lenguaje seco e indirecto que permita al espectador, a través del montaje de mínimos detalles objetivos, reconstruir sonatas no ejecutadas o integrar mensajes subterráneos, que en ambos casos tienen que ver con la represión.
En Anacrusa se hace una oblicua referencia al clima de intolerancia y violencia política que vivieron los militantes de izquierda a partir de 1968 y durante la primera mitad de los setenta, al seguir a una maestra de música en su búsqueda de su hija, desaparecida y quizás ejecutada por cuerpos represivos paraoficiales, mientras que la cámara de Uno entre muchos acompaña, con el mismo distanciamiento brechtiano de la cinta anterior, la rutina cotidiana de un empleado de ferretería, así como la agobiante jornada doméstica de su esposa y la enajenada “distracción” televisiva de toda la familia, truncas por el inesperado y, para ellos, inexplicable secuestro del trabajador. Lo que ignoran es que la arbitraria desaparición temporal del protagonista se debe al deseo de su patrón de reducir su plantilla de empleados, sin tener que pagarles la indemnización que marca la ley.
Ambas cintas son interesantes como experimentos narrativos, pero en su elusiva forma de presentar los hechos se explayan sobre la situación de las víctimas y omiten en cambio las razones (o sinrazones) y mecanismos operativos de sus verdugos o, más importante aún, la corrupción del poder, la vejación de la democracia que los determina, punto que no era importante, digamos, en La manzana de la discordia, pero que en un cine como éste, que se quiere comprometido y de denuncia, es fundamental.
El relevo del minimalismo lo ha tomado, en los últimos años, Ramón Cervantes, con sendos estudios sobre personajes marginales, agobiados por el absurdo del mundo, que optan por el suicidio.
En Todoslos espejos llevan mi nombre (1980) el protagonista, tras romper con su pareja y perder así a su hija, deambula por barrios inhóspitos, consigue una serie de empleos a cual más de jodido, y de todos es despedido ignominosamente; por fin, tras una experiencia en una cantina que lo convence de su capacidad para inducir a la muerte a las personas de su condición, funda una agencia central del suicidio.
Mientras tanto, su esposa deambula entre ferias y cines de barriada, practicando el cotorreo y el ligue, lo cual motivará el despojo de su hija, a manos de una extraña institución educativa que luego la compensa con otra criatura abatida; con la bebita en brazos, la mujer acude a la agencia en busca de apoyo eutanásico, para encontrarse sorprendida ante su esposo, que acude atónito a ayudarla.
El sarcasmo hiriente de toda la situación se exaspera mediante un tratamiento desdramatizado, música gemebunda de sintetizador electrónico y -otra vez- larguísimos planos fijos; elementos que son retomados en Fragmentosde un cuerpo (1987) para registrar la historia de otro paria urbano, epiléptico, con dificultades para retener un empleo que, iluminado por una lectura de Tarot, asume como misión vital la construcción nada menos que de una réplica a escala del universo, con material de desecho. El incendio del cuartucho donde trabaja en su proyecto personal termina de deprimirlo y opta por el suicidio, se ata una carga de dinamita y la enciende, pero a diferencia de Pierrot el loco, el de Godard, no va a reencontrarse con el Mediterráneo, es decir, una metáfora de la cultura y la vida, sino que se desvanece en el centro de un basurero.
Este largo recuento de filmes prueba que el minimalismo se ha convertido en una corriente que fluye regularmente en el cine de vanguardia mexicano. A lo largo de tres décadas ha sido una veta sumamente frecuentada por cineastas que desean ahondar en el realismo, por la vía de romper definitivamente con la narración convencional. En este sentido, todos tienen algo de hiperrealistas, pero a diferencia de cineastas como Leobardo López o Alfredo Joskowicz, quieren además integrar, a partir de esa realidad registrada en bruto, un código o corpus significante que se define a partir de la minimalización: reducir, simplificar, abstraer, condensar, son sus versos predilectos, y sus sujetos; el drama, la representación, la anécdota, el tiempo.
Someten a la materia fílmica a mil torturas imaginables y sin embargo, también hay que constatarlo, la realidad y el relato siempre surgen del caos aparente, porque el cine no puede prescindir de su esencia, la imagen, en sí significante, y el tiempo que dura la proyección.
Tiempo y memoria
La corriente de la conciencia.
El cine clásico se atenía a una temporalidad cronométrica donde los hechos se presentaban como una serie de puntos homogéneos, que discurrían unidireccional de un principio a un final. Se atenía pues a lo que Bergson denomina tiempo intelectual, que es el que empleamos conscientemente para ubicarnos en el tiempo y en el espacio. Aquí la memoria es una función mental, que nos permite, a voluntad, traer algo del pasado, es un simple hábito mecánico que nos permite concebir nuestra vida, y la de los demás, como un devenir en el tiempo.
Estos mecanismos de la mente cimentaron la narración cinematográfica en el pasado. Por mucho tiempo dominó el relato directo y lineal y cuando por fin Orson Welles en El ciudadano Kane (1941) lo dinamizó y relativizó mediante un entramado de tiempo y memoria, lo hizo a través de una construcción sumamente intelectual, surgida de una voluntad de recordar colectiva.
Pero Bergson postuló la existencia de otra temporalidad, multidireccional o heterogénea, en la que pasado, presente y futuro están fundidos y son continuos. Esta se presenta cuando nuestro ego se deja a sí mismo en libertad, cuando se abstiene de separar su estado presente de sus estados anteriores. El resultado es un tiempo puro o heterogéneo, en el cual la duración es una sucesión de cambios cualitativos, que se disuelven y permean unos a otros, sin límites precisos; en el que nuestro presente y nuestro pasado son uno; en el que nuestras vidas son una corriente en transformación continua y nunca algo hecho o terminado.
La memoria pura es una recolección de hechos independientes o asociados libremente, que se suscitan en la mente de una manera espontánea, totalmente involuntaria. Aquí el pasado es recreado, recordado imaginativamente, y el tiempo cronológico es suspendido o disuelto, en atención de la duración de un tiempo interior, psicológico.
Es el tiempo de la intuición, explorado en literatura por James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner y tantos otros, hasta llegar a los cultores de la Noveau-Roman, que, de alguna manera, franquearon su paso hacia el cine.
En México, esta corriente de vanguardia fue inaugurada por Jomí García Ascot, con En elbalcónvacío (1961), cinta experimental que narra, en su primera parte, los remotos recuerdos de Gabriela, una niña de nueve años, sobre el impacto en su hogar y su familia de la Guerra Civil española, que motivan su exilio en México; y en la segunda muestra cómo esos recuerdos se abren paso en la mente de Gabriela adulta, angustiándola, obsediéndola con una sensación de pérdida y vacío.
En un momento dado, la protagonista visita mentalmente su desmantelado hogar, donde se reúne con la niña que fue, en la que ya no se reconoce: la escena pareciera ilustrar el dictum de Bergson: “En la memoria pura, la totalidad de nuestro pasado está presionando hacia adelante, para insertar la mayor parte posible de sí mismo en la acción presente”.
Carlos Fuentes, uno de los principales introductores de estas técnicas narrativas en nuestra literatura (La muerte de Artemio Cruz, 1962, trasunto de Mientras yo agonizo, de W. Faulkner; Cumpleaños, 1969, especie de Noveau-Roman) proporcionó el argumento de Un almapura (1965), dirigida por Juan Ibañez, que relata de una manera nerviosa y exaltada la pasión de una pareja de hermanos incestuosos, que culmina con el suicidio de la amante del joven y luego la muerte de él. Los tiempos trastocados, las confesiones de los protagonistas a la cámara; la mezcolanza de estilos en voga (del Free Cinema a la Nueva Olafrancesa) pretenden encauzar el flujo de la conciencia de tres personajes al borde de la angustia existencial.
Pilar Pellicer en Tajimara, de Juan José Gurrola (1965)
A su vez, el novelista Juan García Ponce escribió, junto con el director de extracción teatral Juan José Gurrola, el guión de Tajimara (1965), que filmó el segundo, cinta destinada a convertirse en la más destacada exponente de esta tendencia. En ella el protagonista, en un viaje hacia una fiesta campestre y enfrentado a la ruptura amorosa, recuerda desordenadamente su relación desde que su pareja y él eran niños hasta el momento en que ella le anuncia que va a casarse con un rival. En la fiesta se encuentra con unos hermanos incestuosos, que también rompen a causa del inminente matrimonio de ella. Los celos, el desaliento, la sensación de pérdida y vacío de amantes frustrados se mezclan, se complementan y se explican mutuamente.
Dieciocho años después, Ariel Zúñiga filma Eldiabloy la damaoel itinerario del odio (1983), especie de delirio erótico generado en la mente de una bailarina francesa de cabaret, que sueña, recuerda, invoca, inventa un periodo por los bajos fondos mexicanos, donde ejerce su oficio, es perseguida y humillada sobre todo sexualmente por un cinturita naco y también defendida, vigilada, controlada por su amante de ultramar. La sucesión de imágenes, episodios y anécdotas fluye incesante, sin que podamos establecer su naturaleza real, onírica o metafísica.
El universo literario de Juan Rulfo, un magma de subjetividades suspendido en un espacio infinito, un flujo de imágenes presentes y pretéritos que desafían el poder destructor del tiempo gracias a la labor tenaz de una memoria colectiva, sostenida por vivos y muertos, era material predestinado a alimentar esta corriente cinematográfica. Sólo Mitl Valdez supo hacer uso de él: primero, en Tras el horizonte (1984), mediometraje que adapta el relato rulfiano El hombre, fue narrada la persecución de un asesino, finalmente ajusticiado por quien así venga la muerte de su familia. Los monólogos interiores de perseguidor y perseguido, proferidos en off sobre escenas del acoso incesante, dilatarán en un presente perpetuo un pasado de violencia, culpa y rencor.
Losconfines (1987) integra dos cuentos de Rulfo, Dilesque no me maten y Talpa, con un fragmento de Pedro Páramo, en una condensada atmósfera de fanatismo religioso, amores incestuosos y adúlteros y, otra vez, muerte, culpa y remordimiento. Las sensaciones, los sentimientos, las vivencias internas de un condenado a muerte, dos hermanos que se aman más allá de la vida y una pareja de amantes malditos, que traicionan al moribundo que llevan en peregrinación a Talpa, se recuperan mediante continuas vueltas al pasado, discurren a partir de insistentes monólogos y permanecen en un relato lleno de oquedades y silencios.
La cinta que cierra este apartado, RetornoaAztlán (1990), de Juan Mora Catlett, es tan compleja que su inclusión aquí no resulta evidente. Lo llamativo de su trabajo de reconstrucción histórica, donde destacan fotografía, uso del color y maquillaje, nos permite hablar de post-expresionismo; el que esté hablado en náhuatl (con subtítulos en español) le otorga un cierto distanciamiento; su temática francamente inusual: una visión no prejuiciada de los tiempos míticos aztecas, autorizaba a incluirla en el casillero correspondiente al realismo mágico; pero finalmente, atendiendo a su estructura narrativa -que es el criterio dominante de este ensayo- optamos por esta clasificación.
En efecto, Retorno a Aztlán, en esencia es otro relato sobre el tiempo y la memoria. Como narrado a través de antiguos códices prehispánicos, la ficción contrapone la historia de Ollin, joven héroe azteca, quien por mandato divino debe regresar a Aztlán, lugar donde moran los dioses titulares, a suplicar su intervención para acabar con la terrible sequía que azuela al imperio de Moctezuma, con la expedición organizada por el rey, por el mismo motivo, que sigue los pasos del héroe, lo mata y se apropia de su triunfo, modificando su relato y apropiándose de sus hazañas. Ambas versiones de los hechos conforman una reflexión sobre la historia y el mito, la tradición y su falseamiento, la cultura y el poder.
El cine mexicano es reacio a experimentar nuevas formas en la construcción del relato. Evita alejarse de la temporalidad unidireccional y de la memoria mecánica. En el pasado, sólo Roberto Gavaldón, apoyado por su excelente guionista José Revueltas incursionó en este tipo de búsquedas. En el presente, los jóvenes cineastas persisten en usar modelos viejos. A treinta y tres años de En el balcón vacío, su ejemplo ha sido escasamente seguido, congratulémonos al menos de que los casos excepcionales lo sean también en un sentido cualitativo: casi todas las cintas aquí mencionadas serán perdurables.
Realismo mágico
Contrariamente al caso anterior, el realismo mágico es uno de los géneros más frecuentados por los jóvenes cineastas latinoamericanos; desde el llamado Boom literario de los años sesenta hasta el Premio Nobel a Gabriel García Márquez y aún después. Sin embargo, el delicado equilibrio que implica su mezcla de realidad y fantasía, su exigencia de ver con extrañeza lo que es normal, y con naturalidad lo sobrenatural, pocas veces fue alcanzada. A menudo se pecó por omisión, como en el desangelado PedroPáramo (1966), de Carlos Velo, y otras veces por exageración: Comoagua para chocolate (1991), de Alfonso Arau, y en ambos polos ni realidad ni magia están ahí.
Los escasos hitos de esta corriente se encuentran en Mictlán, la casa de los que ya no son (1969), de Raúl Kamffer, precaria espuésc de un soldado español, en épocas de la conquista, en el mundo mítico de los conquistados, donde la irrealidad está dada un tanto burdamente por trucos de laboratorio y espuésciones técnicas de la imagen.
Un intento previo de Archibaldo Burns, Perfecto Luna (1959), se malogró en el laboratorio, precisamente. Debió haber narrado un argumento de Elena Garro , sobre un campesino al que se le iban haciendo los días cada vez más cortos, y las noches más largas; sin embargo, años espués, el propio Burns filmaría la primera obra definitiva del realismo mágico: Juegodementiras (1967), también basada en una historia de la Garro.
Juego de mentiras, de Archibaldo Burns (1967)
La cinta confronta, con mesura y sutileza, el status cerrado y acogedor de una dama de sociedad, con el pensamiento bárbaro y primitivo de su ex-sirvienta que ha ido a visitarla por una noche, y muestra como lo que parecía un encuentro intrascendente se convierte poco a poco en un ritual de muerte.
Como colofón a esta excelente experiencia, Burns filmó después el cortometraje Un agujero en la niebla (1967), sin argumento, que se distingue, como Juego de mentiras, por su creación de atmósferas extrañas. Hubo que esperar varios años para arribar a Cabezade Vaca (1990) de Nicolás Echevarría, recuento de las vicisitudes de otro conquistador del Nuevo Mundo, náufrago en tierra firme, que es capturado por los indios y asume poco a poco su cultura y pensamiento mágico. Devuelto a la civilización, se horroriza de la destrucción y rapiña que la Conquista ha provocado.
Fincada en una sólida narración clásica, que hace verosímil el recorrido y las acciones épicas de la trama, la cinta aprovecha la experiencia documental de su autor para registrar las costumbres y los ritos de media docena de comunidades indígenas apócrifas, que marcan el itinerario del protagonista. De otra parte, un estupendo trabajo de ambientación y maquillaje, la utilización de la música y la rara habilidad de Echevarría para percibir y trasmitir la cara oculta, mística de los seres y las cosas que otorgan a la cinta su cualidad de asombrosa. El cine se aproxima aquí, por primera vez, a lo que Alejo Carpentier llamaba “Lo real maravilloso”.
Cine de poesía
La fórmula secreta, de Rubén Gámez (1964)
Es un cine liberado de la función narrativa, que se creía consubstancial a esta forma de expresión. Aquí no hay argumento ni personajes propiamente dichos, sino motivos, acciones inconexas, figuraciones, reflejos, que actúan como metáforas visuales. En él se resumen las nuevas modalidades de la cultura cinematográfica (corriente de la conciencia, realismo mágico, minimalismo, hiperrealismo) a las que se agrega un componente irracional, o de las que se suprime una estructura lógica, como quiera verse. Busca estimular principalmente nuestras emociones y sensaciones, no nuestro intelecto, pero a pesar de ello se concibe como una operación esencialmente intelectual.
Su origen entre nosotros se encuentra en el cortometraje Los hombres huecos (1958) de Salvador Elizondo, donde sobre imágenes de las momias de Guanajuato se escuchan poemas de T. S. Elliot, o en Apocalipsis 900 (1961) donde el mismo autor explora el universo sádico-quirúrgico que dará cuerpo a su novela Farabeuf, publicada cuatro años después.
Sin embargo, su máximo exponente es Rubén Gámez, quien filmara en 1964 Lafórmulasecreta, inicialmente titulada Coca-cola en la sangre, para luego adoptar como rubro una discreta alusión a esa bebida, metáfora del imperialismo. La cinta es una rabiosa diatriba contra el imperialismo, el machismo, el guadalupanismo, el edipismo y otros ismos que subyugan al mexicano: tras recibir una transfusión del mencionado refresco, el protagonista sueña, alucina o recuerda una serie de episodios que simbolizan o satirizan aspectos de la vida nacional, en un tono que va de lo lírico a lo épico, y finalmente muere. Un texto poético escrito por Juan Rulfo tras haber visto una copia del montaje con las imágenes del filme, acompaña dos de los episodios, pero el acento del autor de Pedro Páramo domina toda la película.
Veintisiete años después, Gámez filma una especie de secuela de La fórmulasecreta: Tequila (1991). Esta vez, la bebida nacional se emplea para brindar, esto es, celebrar la combatividad de las mujeres mexicanas en las dos décadas pasadas. La lucha femenina en distintos planos: el sindical, el afectivo, el de las relaciones de pareja, el social, etc; es puesta de relieve, y a la vez se denuncia el conservadurismo, los falsos valores morales, la represión social, sexual y aun oficial que se oponen a su liberación plena.
En ambas películas se emplea una estructura muy libre; se exalta el valor de la imagen y el sonido como depositarios únicos del sentido del filme, al margen de argumentos y narración; se buscan y en ocasiones se encuentran, imágenes choque, que impacten la retina y el intelecto del espectador.
Una filmación improvisada y problemas de producción afectaron el resultado final, impidiendo que Tequila alcanzara el nivel de su predecesora. No obstante, es un buen ejemplo de las potencialidades que alberga esta corriente, tan escasamente cultivada.
La única otra cultivadora del cine de poesía nacional es Adriana Contreras, autora de Historiasde vida (1981) y La nubede Magallanes (1989).
La primera es una indagación lírica sobre la condición femenina, realizada mediante una estructura fragmentaria: diez secuencias donde captamos los relatos incompletos, inconclusos, que hacen un puñado de mujeres sobre sí mismas: una exilada uruguaya, una niña, una sirvienta; mezclados con textos de Anäis Nin y expuestos con el distanciamiento propio del minimalismo. Todo ello no hace un relato coherente, pero sí crea atmósferas, despierta interés, intrigan y quedan en la memoria como una colección de instantes poéticos, de indiscutible esencia femenina.
La nube de Magallanes es un poema fílmico más ambicioso, saboteado por problemas de producción pero aún así de explícitas intenciones líricas, filmado en Uruguay, pone como referencia axial el mito de el Laberinto de Creta y las figuras de Icaro, Teseo, Adriana y el Minotauro, en imágenes que recuerdan el cine de ese otro poeta fílmico, Jean Cocteau, para emprender una exploración fantasmagórica por un Montevideo fuera del tiempo y la realidad.
Tales son, a la fecha, las escasas incursiones nacionales a un cine interesado por las más espontáneas intuiciones de la subjetividad.
Conclusiones
Apuntemos brevemente algunos reflexiones sobre alcances y consecuencias del establecimiento de un cine de vanguardia en México:
1) Aparece en la década de los treinta, para ser absorbido casi de inmediato por un cine industrial en plena expansión. Hace una segunda aparición en los años sesenta y conforma desde entonces una vertiente fundamental dentro del cine que se hace en el país.
2) A treinta años de su reincorporación, la vanguardia ha permitido introducir a México las técnicas expresivas características del cine contemporáneo, impactando a un cierto espacio del cine industrial.
3) Ha creado un sector del público abierto a las innovaciones, receptivo e informado, si bien minoritario, a la vez ha contribuido a forjar una nueva sensibilidad, que se expresa en secuelas de actuación, estilos fotográficos, criterios de producción y en general formas de trabajo diferentes de las tradicionales.
4) A la consolidación de esta corriente de avanzada la vanguardia cultural ha aportado su esfuerzo: nuestros mejores literatos, músicos y artistas plásticos han sido parte integrante de este cine, desde sus orígenes.