por Arturo Garmendia
Presentando a Madame Buñuel
Luis Buñuel fue sin duda un gran director de cine; pero a la vez una opaca personalidad pública. Pese haber sido parte del célebre movimiento surrealista francés, casi el único de los directores del cine mexicano de la época de oro reconocido internacionalmente (Emilio Fernández sería el otro), y una de las figuras más importantes del cine mundial durante las décadas de los setenta y ochentas, su tránsito mundano pasó desapercibido.
Buñuel llegó a México con su familia a mediados de los cuarentas, y aquí se quedó a vivir. Fincó una modesta casa en la cerrada de Félix Cuevas (por el Parque Hundido, en Insurgentes Sur), en la que crecieron sus hijos y en la que vivió hasta su muerte en 1983. Casi cuarenta años vivió ahí, sin escándalos ni aspavientos, y sin publicidad. Rara vez se dejó entrevistar, y cuando lo hizo sólo aceptó contestar preguntas referidas a su carrera y obra, y casi nunca las relacionadas con su vida privada.
Ni aún en su autobiografía, escrita en colaboración con el guionista de sus últimas películas y titulada Mi último suspiro aborda con amplitud el tema personal. En este contexto, llama la atención la aparición, a principios de los noventas, dos textos que tienen por finalidad única la de mostrarnos a Buñuel en la intimidad; que viene a conformar algo así como su álbum de familia.
El primero de ellos se incluye en el libro Todo México, en el que la sagaz periodista Elena Poniatowska recoge algunas de sus más populares entrevistas publicadas antes en otros medios. La que le hace a Buñuel es, sobre todo, un tour de force periodístico, en el que la escritora se esfuerza, usando todas sus argucias, por “sacarle la sopa” a Buñuel, quien a su vez hecha mano de toda su retórica por preservar su intimidad.
El resultado es tablas, pero no infructuoso: en el momento de la entrevista Poniatowska visita a Buñuel y su esposa, y al grupo se agrega Janet Alcoriza, esposa del director del mismo apellido. La charla, vivaz y elusiva, transcurre entre bromas y veras, de tal manera que nada queda dicho y todo sugerido
Por ejemplo, en un momento dado, Poniatowska ataca: “Así, Luis, que tu eres un feudal español, un machote mexicano que quiere a la mujer en casa y con la pata rota”. Y él responde: “La pata, ligeramente rota… No me gustan los extremos a que han llegado las feministas”. Así que las mujeres – insiste Poniatowska – ¿te parecen inferiores al hombre. “Son superiores al hombre, siempre superiores… Ahora, en nuestros países latinos siempre han estado mucho más subordinadas, y en Francia mucho más libres, aunque también ligeramente subordinadas. Pero eso esta bien ¿no te parece?”.
¿Qué es lo que esta bien? ¿Qué sean superiores o inferiores, subordinadas o no, ligera o pesadamente? Como quién dice ¿Qué tanto es tantito? Pero cuán subordinadas pueden serlo, se encarga de relatarlo precisamente su viuda.
Memorias de una chica informal
Ya en la entrevista que le hizo Max Aub en 1980, incluida en Conversaciones con Buñuel, Jeanne Rucar recuerda:
“Yo conocí a Luis por mediación de Joaquín Peinado, de Manolo Ángeles Ortiz y de Paquito García Lorca, en el año de 1925. Acababa de llegar a París, no se si a trabajar, pero sí a emborracharse y a bailar. Bueno, bailar no bailó porque no sabía, pero a divertirse, sí”.
Por aquel entonces, Jeanne hacía gimnasia olímpica; y el año anterior había ganado una medalla de bronce en las Olimpíadas de París. Pero al iniciar relaciones, don Luis le marcó el alto: De ninguna manera podía seguir exhibiéndose en “túnica griega”, el uniforme para gimnasia, que dejaba al descubierto las piernas.
“Con Luis, duramos ocho años de novios, y nadie dijo nada. En todo caso, a mi no me importaba lo que dijera la gente. Y mi padre, siempre ha tenido mucha confianza en Luis, lo quería mucho. Y bueno, si Luis iba a Estados Unidos, yo lo esperaba. Luis iba a España, yo lo esperaba. Siempre hemos sido muy amigos, así, siempre. No hubo líos. Fue un noviazgo muy largo, a la española
“Veía a Luis una vez por semana. Bueno, luego dos veces, depende si íbamos al cine o no. Luego hubo veces, después, cuando ya le gustaba el cine, en que íbamos casi tres veces por día al cine: por la mañana a una cosa privada, por la tarde y luego por la noche. E íbamos solos, lo cual era muy diferente a lo que acostumbraba con sus novias españolas, con las que tenía que ir acompañado, con la mademoiselle detrás.
“Y cuando era una película triste me pasaba el dedo por debajo del ojo para ver si lloraba. Yo hacía esfuerzos para no llorar. Y ahora no puedo llorar.
“Al principio del noviazgo, Luis venía a casa con su violín y tocábamos una cosa de Haendel. Yo en el piano y él acompañándome en el violín. Pero seguramente un día vio a mi profesor de piano. No dijo nada, pero un día que estaba en casa y había visita, mamá me dice: “Jeanne, toca su vals, el vals de Chopin” Y voy a tocar. Empiezo, y Luis se viene cerquita de mí y me dice: “Para tocar así, mejor no”. Y, ¡bumm!, me cierra el piano de golpe. Y no he tocado más. En cuanto a él, tampoco volvió a tocar el violín, lo dejó al año de estar en París.
“Cuando Luis se iba a Zaragoza, a visitar a la familia, le decía a mi mamá: “Madame Rucar: Je vais partir en Espagne. Jeanne ne dois pas sortir. Puede salir con Claudio de la Torre”, o con amigos que él conocía, con los que tenía confianza. Con ellos podía salir. Y fue cuando me fui a trabajar a la librería en la Rue Gay-Lussac, que pertenecía al señor Escribano y a otro, cuyo nombre no recuerdo. Ahí estaba de vendedora de libros españoles. Después Juanito Vicens compró la librería, y mi hermana Georgette me substituyó como dependiente. Durante la guerra, todos los papeles de los republicanos los llevaban a esa librería. Y Georgette los ponía a salvo en casa de mamá lo que, por cierto, era muy peligroso: si los alemanes lo saben, a mamá la fusilan.
“Yo no podía recibir a nadie. Luis, como buen español, me escondía de todo aquel que no fuera paisano suyo. Yo era su consentida, la niña que tenía aparte, y me guardaba así. Nunca me hablaba – incluso ahora – de política; nunca me hablaba de nada: la casa, los niños y nada más. El marido español, su mujer allá, y así.
“Aún ahora, Luis hace sus cosas y nunca me dice nada. Nunca me da a leer un script. Nada. Luis lo hace todo él solo. Nunca me habla de su trabajo. Nunca. Y yo tampoco le pregunto, porque sé que no me contestaría. No se si porque no quiere o porque me tiene por una tonta.
“Nunca me ha consultado nada, ni leído una secuencia. Hay veces que está escribiendo y pensando solo y se ríe, y yo le digo: “¿Por qué te ríes?” Dice: “¡Oh, estoy pensando una cosa para la película”. Y no me la dice. Y yo no pregunto más. Como le conocí así, y siempre ha sido así, nunca le he hecho preguntas. Puede que sea mi culpa también”.
Las reglas del juego conyugal
En 1990, siete años después del fallecimiento de Buñuel, su viuda publica sorpresivamente un libro: Memorias de una mujer sin piano, en el que reitera lo que ha dicho en la entrevista previa, sólo que de una manera más detallada y en un tono mucho menos resignado que el empleado anteriormente. Confrontemos ambos documentos.
Vayamos primero al título del nuevo libro, que hace alusión a la siguiente anécdota: Janet Alcoriza regaló a Jeanne un piano, y cierta noche, durante una cena, Buñuel propuso a uno de los invitados: “Te cambio el piano por tres botellas de champaña”. Al día siguiente un camión de mudanzas paso a recoger el piano, y a dejas las tres botellas, ante la impotencia de Jeanne.
Impotencia porque, desde los orígenes del matrimonio, don Luis se encargó de sentar las reglas del juego conyugal: su esposa, aficionada a la gimnasia, debe dejarla porque “era inmoral” que su maestro y sus condiscípulos la vieran ligera de ropas; debía también abandonar sus estudios de piano porque, como le sugiere delante de un grupo de convidados ante los que acaba de interpretar una pieza, “Para tocar como lo hacer…mejor sería no hacerlo”.
Recién casados, en una reunión con los surrealistas, Jeanne se atreve a dar una opinión política contraria a la de su marido. Resultado: en los cincuenta años siguientes, la esposa pierde el derecho de acompañarlo a otras reuniones, a penetrar al lugar en su casa donde su marido reúne a sus amigos, y a invitar a los propios a su domicilio conyugal.
“Sí salía – cuenta la Sra. Buñuel – tenía que regresar a casa a las cinco en punto. El, invariablemente, me esperaba en la puerta. Si me pasaba unos minutos, me reclamaba”.
En cambio, le fomentaba su afición a las virtudes domésticas: la cocina, la costura, la administración del hogar: “Mi mundo era pequeñísimo- relata-: se reducía a mis hijos, a la casa y a mi marido”
“Me gustan las joyas, añade. En las tiendas siempre me detenía en la sección de joyas. Pasé ratos agradables mirando, rara vez compraba algo”. “Cómprate delantales bonitos”, me pedía Luis.
Así es que ¿Qué tanto es: “ligeramente subordinada”?
Pero no todo es tan terrible como parece. En otras partes el libro testimonia el gran amor que se profesaba la pareja, la devoción por sus hijos, el gran apego que tenía el director por la vida familiar, su amor por los animales, su rechazo por cualquier manifestación de violencia, su rectitud, honestidad y modestia; en fin, tal cúmulo de cualidades que mucho han de haber contribuido a hacer perdurar la relación de la pareja.
“A veces me pregunto: si volviera a nacer, ¿Me casaría de nuevo? –se interroga Jeanne Rucar al finalizar su libro-. A lo mejor no, para vivir una vida mía, con mis gustos y aficiones; pero no sé, con Luis me la pasé divinamente. Mamá tenía razón: el matrimonio dura si se tienen paciencia y empeño. El nuestro duró porque además siempre hubo amor”.
Bonita moraleja; pero ¿es justa? Quizás no.