De mi educación con pizarrones y sistemas represores
Por Bibiana Faulkner
La verdad es que la escuela me estorbaba, me estorbó desde kínder, donde supuestamente aprendí a colorear sin salirme de la rayita, ¡como si salirse de la raya fuera entonces estar dibujando el mismísimo infierno! Entonces, lo que hacía para que mi profesora no me hiciera repetirlo, era entregarle un dibujo hipócrita perfectamente bien coloreado, mientras en mi pupitre le pintaba cuatro orejas a un perro, coloreaba de verde las cabezas de las personas, le ponía flores gigantes a los árboles, y siempre me salía de la rayita.
Alguna vez, en una película escuché que un personaje afirmaba que la escuela limitaba el potencial creativo del sujeto, debió ser “Una mente brillante”, sí sí, fue esa. ¿Y saben qué? No solamente lo limita sino que lo conduce a hacer tal o cual cosa, lo que jamás resultará humorístico si te das cuenta desde el inicio. Mi educación preparatoria fue de lo más divertido, debo aclarar, incluso fue divertido cuando mis padres quisieron enviarme a un colegio militar; la idea de despertar de madrugada para salir a correr a un bosque o llenarme de ejercicio me parecía bastante divertida, sí, esa es la palabra. Divertido y represor, por supuesto.
De la manera más graciosa llegué a la universidad, y aunque mi conducta era deplorable, mis notas decían todo lo contrario. Tal vez por mi comportamiento (despiadado e injustamente tachado como irreverente) estuve a nada del precipicio de los jamás titulados. Explico, en la burocrática universidad que terminé mi carrera como internacionalista, se atrevieron a condicionar mi título por faltar al Artículo #36 Sección Primerainciso be, donde se señala que en caso de perturbar la armonía dentro de la comunidad universitaria, la institución se verá obligada a expulsar definitivamente al alumno de la misma o condicionar su estatus de graduado en caso de estar cursando el último semestre de la carrera y otras idioteces más que, ridículamente, habían sido seguramente transcritas por una secretaria amargada que tenía completamente claro que su trabajo pertenecía a la fuerte consolidación de un escalón burocrático. Mi conducta irreverente consistió en alzar la voz al término de una sesión plenaria que hubo con los candidatos a graduarse; yo dije que la falta de humanidad en la institución me hacía llorar, que el manejo de la educación como si fuera una empresa no me sorprendía, pero sí los métodos que usaban para que esto se viera así, mencioné algunas fallas del sistema (porque si las decía todas tardaría toda la tarde y me degollarían) que se me hacían vitales y enfaticé que varios de sus métodos de aprendizaje eran insulsos y carísimos.
¿Perturbar el orden público? Me sonó a practicar sexo oral en la vía pública o caminar desnuda también ahí. ¡Si no existía armonía en el kínder, mucho menos en la universidad!
Caminar en contra de ríos y ríos de gente, por eso no tengo trabajo, por eso bebo ron (mucho ron), por eso escribo diario y a veces sin parar, por eso la gente desprestigia el calor de las letras y el derrumbe de las ciudades justas, por eso los ríos que ahora caminamos tienen más sangre que personas, por eso perturbaré entonces siempre la armonía que descansa en la antesala del caos, por eso cuando miro a niños de cuatro años les regalo papel y pluma diciéndoles que siempre habrá una raya, pero que existe, invariablemente, la posibilidad de pintar fuera.