Por Dulce Villaseñor
Twitter: @Doolcevita
Hace un par de semanas soñé con un naufragio. Nada nuevo, pues he soñado con el mar y sus tragedias desde que era niña; en esas imágenes siempre me observo acercándome a la orilla, y cuando las olas comienzan a subir de nivel, todo se difumina y la tierra firme se convierte en un mero recuerdo.
Fade out.
Cuando regreso a la escena, comienzo a nadar en mar abierto, desesperada, intentando salvar a alguien. Por lo general es a mi madre o a mis hermanos, pero esta vez debía rescatar a dos pequeños, uno de ellos mío, un bebé hermoso de aproximadamente seis meses, con rizos rubios y mejillas rosadas. Lograba alejarlo con vida de la imponente marea. El otro niño –de unos seis años– se ahogó sin que pudiera hacer nada al respecto, y yo lloraba como si fuera mi propia muerte, pero decidía apartarme de su cadáver porque algo bueno me esperaba en otro lado. O eso quería creer.
En días pasados volví a soñar algo, algo aún más extraño. Iba a una taquería con una amiga, ambas moríamos de hambre. Me comía un taco de forma lenta y desconfiada, pues aunque su sabor no me desagradaba, había algo extraño en él. Después de tres mordidas, decidí ver qué había dentro de la tortilla y encontraba dedos de humano. Era carne de un niño, muy pequeño, probablemente. Se me quitó el hambre, sin duda.
Fade out.
Pero en esa ocasión no regresé a la escena. Desperté, y desperté alterada, como quien se sueña caníbal y se siente culpable de su sueño.
He pasado un gran número de horas intentando descifrar qué revelan de mí ambas visiones. No negaré que he visitado infinidad de sitios web para encontrar su significado, porque deben significar algo. Pero no he hallado nada relevante al respecto (excepto cosas como: “Se avecina una desgracia en su vida” o “Se presentarán obstáculos y momentos duros en los negocios”).
La única conclusión a la que he llegado es que yo soy todos los niños de mis sueños, y el tiempo me ha obligado a matar ciertas partes de mí, a comerme otras, y a perpetuar las más inocentes, las que valen la pena. Y me dio gusto ver que aún en mi inconsciente decidí no ahogarme en el naufragio ni continuar devorándome. Elegí dejar ir, seguir nadando y sobrevivir. Y en eso estoy también en la vida real, peleando por mantener la sonrisa inocente y, por si acaso, alejándome un rato de la carne roja. No vaya a ser que en una de esas, aparezcan dedos en mi plato…
Fade in.