Por Yovana Alamilla
Twitter: @yovainila
«Dios nunca te da un portazo en la cara sin
regalarte una caja de galletas de consolación».
—Elizabeth Gilbert, en Comer, rezar, amar.
Extrañar es el precio que debes de pagar por haber vivido algo hermoso; eso decía la galleta de la fortuna que tomé después de comer mi pollo agridulce con brócoli, papas y cacahuate. Maldita galleta. Debí tomar un rollito primavera, pensé. Y es que en estos momentos de la vida claro que sé qué es extrañar.
El DRAE, en su cuarta acepción de la palabra extrañar, la define como echar de menos a alguien o algo, sentir su falta.
Pero, como decía, no necesito recurrir al Diccionario de la Real Academia Española para entender qué es extrañar, así como tampoco necesito ir y buscar el significado de insomnio o nostalgia, porque son tres palabritas que han estado acechándome desde hace varias semanas. Y ¡ah, cómo son tercas! Ninguna de las tres te deja en paz hasta que consiguen meterse a lo más profundo de tu cansado ser.
Además de extrañar, recordar es otra cosa que se me da bien, y sobre todo cuando el sueño se me va. Y supongo que debería considerarme afortunada por tener esos recuerdos felices; tal vez todos deberíamos ir por la vida como si lleváramos un álbum de estampitas de momentos felices, buscando esos momentos para completar el álbum rápidamente. Tal vez de eso se trata la vida.
Pero tal vez para mí, en lo muy particular: no.
La nostalgia es como la tos: siempre me da más fuerte en la noche. Y entonces se agarra de la mano del insomnio y me deja en trabajo de recordar y llorar hasta que las clonazepam me hacen efecto… otra vez.
No dormir, recordar, extrañar. No dormir, recordar, extrañar… Y así hasta que la alarma de mi celular suena.
Extraño muchas cosas, extraño a muchas personas, extraño muchos lugares. Pero siempre que se me viene la nostalgia y me pesa bien fuerte en la espalda y en el corazón es porque vienen cosas grandes, cosas buenas, cosas que me cambian la perspectiva, las ganas y la vida para bien. Supongo que es una forma de cerrar los duelos y los ciclos.
Cerrar. Y es que al final, olvidar es un verbo que en la vida cotidiana nunca he sabido aplicar, y ni quiero, es más, creo que ya ni lo intento. Porque pienso que la vida no se trata de querer quitarte todos los malos ratos de la cabeza sino aprender de ellos. Y no es que sea así de cliché en la vida cotidiana, sino que a cuenta de caídas, raspaduras en rodillas y corazón, he aprendido que entre más se empeñe uno en olvidar, menos te sale… y porque quizá sí soy muy cliché, ni modo.
Entonces aprendes a vivir con esos recuerdos y hasta a tomarles cariño; como a ese primo que te da un poco de pena presentarle a tus amigos pero con el que te has divertido de lo lindo. Porque quizá todo se trata de eso: no dejar de extrañar sino de aprender a recordar con una sonrisa en los labios, para que cuando llegue la nostalgia en la noche podamos decirle “no, gracias, hoy no cabes en la cama”, teniendo la certeza de que cuando salga el sol, las cosas mejorarán y las pastillas para dormir se caducarán en el buró derecho al lado de la cama.