Por: Maru Luarca
Twitter: @lady_micu
El Horizonte se llama la aldea. Es de tierra caliente como sus mujeres aficionadas al sexo y sus hombres, la mitad homosexuales y la otra mitad, incestuosos.
Dicen las ancianas que en esa tierra baila El Diablo por las noches, en medio de hogueras gigantes al ritmo de música norteña grabada en cinta magnética mientras se ahoga en ríos de alcohol de caña.
Las abuelas se persignan cuando hablan de esa tierra, pero no me engañan. En las noches se alzan la falda y dejan que El Diablo juegue en sus entrañas con su falo de fuego.
Minga se llama la mujer. La de los veinte hijos. La que todos los Días de la Madre se gana la licuadora que rifa la Iglesia como premio para la mujer que más fieles aporta al sermón del domingo.
Dicen que el marido de la Minga se hartó un día. Su colchón era el sitio más visitado de la aldea, quizás tanto como el del Santo Patrono del pueblo.
Se llevó a los niños, pero solo a los que se parecían a él. Los formó en una fila e hizo la selección basándose en la forma de la barbilla o en aquel lunar que solo él sabe.
La Minga no dijo nada. Se quedó al cuidado de los retoños que le quedaban. Los souvenirs que la romería de hombres dejó en su útero.
Me tengo prometida una visita a El Horizonte. Guardo la esperanza de bailar una ranchera con El Diablo e intentar seducirlo para que venga a jugar bajo mi falda.