Por: Ángel Valenzuela
Twitter: @MetaFicticio

 

Facundo dedicaría el domingo a leer La Señora Dalloway.

Después de tomar un desayuno ligero —cereal, fresas, jugo de arándano— siguió con el dedo índice, con sumo cuidado a cada giro de la narrativa, el mapa de Londres que señalaba el paseo de Clarissa por Westminster hasta el Parque St. James y luego hasta la calle Bond, a donde había dicho que ella misma compraría las flores. Qué ganas de viajar. Qué ganas de hacer aquel recorrido por su propio pie y (el dedo se detuvo sobre la calle Victoria, en el entronque de Whitehall Road, dejando un borrón de sudor y tinta sobre el punto en donde quizás se levantaba la torre del Big Ben) andar de prisa entre distinguidos lords, poniendo a prueba su flema brit—  el carillón emitió las notas de los primeros tres cuartos de Westminster (como hace veinticinco años, como siempre). ¡Luna! —era curioso que jamás la llamara abuela—. Facundo dejó el libro boca abajo sobre la mesa de noche y salió de casa a toda prisa rumbo a San Lorenzo.

Cuántas veces había escuchado, de pequeño, esa melodía entre los algodoneros —frente a la casa de la abuela había un canal de irrigación y más allá, al otro lado, un sembradío de algodón donde solía jugar de pequeño. Si se seguía el camino del canal, guiado por el carillón que resonaba entre las ramas, los viejos troncos huecos de los encinos, se llegaba al Santuario de San Lorenzo. Era absurdo, en realidad, que un templo tocara los cuartos de Westminster en una ciudad como aquella, pero entonces Facundo no sabía de Londres, de Clarissas en Bond Street ni de Big Bens señalando horas del té, por tanto esas notas guardaban un significado — distinto no era la palabra, privado, eso es— privado para él. Facundo no creía en Dios ni en San Lorenzo, mucho menos; en cambio le era irremediablemente devoto a los cuartos de Westminster, al sembradío de algodón y a la abuela.

Irremediablemente devoto, pensó, abriéndose paso entre los coches al cruzar la avenida. Lo suficiente, al menos, para soportar (el semáforo se había puesto en verde y Facundo esquivó un coche que por poco lo arrolla) una hora de sermones y cánticos sosos por complacerla. Si apretaba el paso llegaría a tiempo para encontrarla en la puerta de la iglesia.

Por la calle de Aragón ya se escuchaban confundirse los cuatro cuartos completos con el arrullo de las palomas. Faltaba poco. Facundo ya alcanzaba a ver a los ancianos que dejaban su lugar en las bancas de la plaza para acudir puntuales al llamado. ¿Por qué eran siempre los viejos los que más necesitaban consuelo? ¿Por qué esa necesidad de creer en un salvador, en la segunda venida— 

La burla era inevitable. Cómo no imaginar a Jesús bajando de la cruz del altar, mostrando una enorme erección divina ante las caras extasiadas de los feligreses, que esperaban ansiosos que aquel cáliz se vertiese sobre sus rostros. La segunda venida.

Facundo alcanzó a ver a la abuela esperando en la puerta.

Talán, talán, talán, talán, talán.

No tarda en llegar, se repetía Luna al repicar de la quinta campanada. Talán, talán, talán, talán, talán. No tarda en llegar, a la décima. Entonces Facundo apareció.

¡Luna!, la llamó desde el atrio. Qué mayor le parecía de pronto. Cuántos años trabajados se veían ahora reflejadas en su rostro, en su cabello blanco y ralo. Apenas un manojo de huesos. De penas y huesos.

Pensé que no llegabas, dijo ella. Lo vio muy flaco, también. Seguro no estaba alimentándose bien. Tanta escuela, tanto estudio y para qué. Le dolía verlo tan desmejorado, aquejado siempre por un enjambre de sentimientos que no compartía con nadie. Siempre tan reservado. Todo anotaba en su libreta, Facundo, pero nada confiaba.

Facundo la tomó del brazo y se inclinó para besarle la frente. Qué bajita le resultaba, además. Frágil como el arrullo de las palomas, distante como los cuartos de Westminster, haría unos veinticinco —pero seguro no más de treinta— años, en los campos de algodón, resonando en los troncos huecos de los intemporales encinos.

Entremos, dijo.

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