Por: Abraham Jácome
Twitter: @chicosintuiter
La historia del mercado universal en la capital de México se remonta al oscuro siglo XX, cuando las personas aún habitaban los edificios y había árboles vivos plantados a lo largo de la ciudad. En aquella época de incertidumbre se tenía una noción equivocada sobre la relación entre el hombre y las cosas, y se vivía con base en un primitivo sentido del desplazamiento. Me explico: era necesario llegar físicamente a los lugares para obtener los bienes o servicios necesarios a cambio de una compensación monetaria. Aquí no comentaré, sin embargo, la ineficacia del sistema económico especulativo ya arcaico. Dejemos el tema a los economistas. El propósito de este artículo es documentar brevemente el nacimiento del mercado universal.
En el siglo XX, el mercado como tal tenía mucho tiempo de existir. Éste es tan antiguo como la civilización, de ahí que en el pasado, la palabra “mercado” se usara también, de modo sinecdóquico, para referirse a las prácticas reguladas de intercambio a grande o pequeña escala. La universalidad, empero, es el agregado que, a partir del siglo XX y en especial el XXI, llegaría a constituir una de las mayores aportaciones de México al mundo antiguo.
Todo comenzó cuando las calles aún servían para transportar personas y mercancías. Entonces, la gente debía desplazarse todos los días para llegar a sus trabajos, escuelas, o prácticamente a cualquier lugar. Internet ya existía, pero aún no se aprovechaba su máximo potencial. En vez de eso, el movimiento físico en el espacio seguía siendo el recurso fundamental de la comunicación humana. En esa época ocurrió la explosión del llamado transporte público, idóneo para quienes no poseían un automóvil o un medio propio de desplazamiento.
El transporte público ofrecía numerosas opciones, desde autobuses: automóviles grandes que podían transportar una gran cantidad de personas; hasta microbuses, o bien, las llamadas “combis”: automóviles de tamaño mediano; y taxis: automóviles normales que desplazaban a las personas en el espacio con ayuda de un dispositivo o “taxímetro”[1], creado para calcular una tarifa dependiendo de la distancia recorrida. Algo equivalente a los actuales medidores de consumo de información, los cuales, sin embargo, no calculan ninguna tarifa porque, como todos sabemos, la información es gratuita y universal. No así el desplazamiento humano en el siglo XX.
Pero quizá el mayor de todos, el principal medio de transporte público de la capital del país, tanto por volumen de usuarios como por distancia recorrida, era el metro.
El metro se inauguró en 1969 y sirvió a los propósitos de desplazamiento de millones de personas que recorrían sus líneas trazadas a lo largo de la ciudad y segmentadas en estaciones. Esto es, cada línea tenía una ruta fija, la cual intersectaba con otras líneas del metro, o bien, con las propias de los demás medios de transporte, de modo que era posible trasladarse desde un punto cualquiera de la ciudad hasta otro, de forma relativamente fácil. Los trenes del metro consistían en vagones unidos entre sí longitudinalmente, con una capacidad aproximada de 150 personas cada uno, entre sentadas y paradas. Debido a su gran capacidad, velocidad de desplazamiento y automatización, el metro se convirtió rápidamente en el principal medio de transporte público de la ciudad.
En una época en que el sistema económico estaba regido por el comercio, el potencial del transporte público como centro material de negocios fue evidente casi desde sus inicios. Los autobuses, los microbuses y hasta las combis se convirtieron en lugares de intercambio. El metro no se podía quedar atrás. Al poco tiempo de su inauguración, los vagones se empezaron a llenar de “vendedores ambulantes”, o bien, personas que ofrecían productos a medida que iban recorriendo los vagones de los trenes una y otra vez.
El “ambulantaje”, como se le conocía a la actividad, tuvo al metro de la Ciudad de México como uno de sus principales focos. Esto se mantuvo así durante décadas, hasta que dio un salto en pos de la revolución comercial que nos ocupa describir en estas páginas. La mejor forma de explicarla es citando un testimonio de la época que el historiador Fernández Castro recoge en su libro El México dinámico: una historia del transporte público pre proto informático:
Era un hombre común y corriente, como los demás que íbamos en el vagón. Trajeado. Zapatos pulidos. Llevaba un maletín en las piernas e iba leyendo el periódico. El tren se detuvo en la estación Hidalgo, donde bajó y subió una buena cantidad de gente. El hombre se quedó sentado en su lugar, pero apenas el metro había vuelto a arrancar, guardó el periódico, se paró de su asiento y se puso a ofrecer un CD compilado en mp3 con éxitos de rock de los 80[2]. Me sorprendió bastante. Fue la primera vez que había visto algo así.[3]
Y no fue la última. La situación de la época y, en particular, la profunda crisis económica que se fue agravando en todos los países del mundo, propició que se repitieran estos incidentes. Las personas que viajaban a su trabajo, fuera el que fuera, empezaron a considerar la posibilidad de generar un ingreso extra uniéndose al ambulantaje de por sí ya voluminoso. Lo hacían, sin embargo, de forma discreta. Mujeres y hombres de todas las edades, principalmente productivas, se levantaban de sus asientos una o dos estaciones antes de llegar a su destino, extraían sus productos de una maleta o portafolios, y se ponían a ofrecerlos a medida que recorrían los vagones. Al llegar a su estación, guardaban de nuevo sus cosas y salían del tren rumbo a su trabajo para cumplir con su jornada laboral.
Esta actividad, que al principio resultó llamativa y, más adelante, conforme se hacía más común, se fue volviendo preocupante para los gobiernos local y federal, resume a la perfección el espíritu de la época; una basada en la subsistencia, el esfuerzo y la carencia, que, sin embargo, nunca estuvo exenta de creatividad. Y es que no solo la práctica en sí resultó innovadora para los ojos de la época, sino que los nuevos ambulantes –a quienes se empezó a llamar “ambulantarios”, como una fusión de los términos “ambulante” y “usuario”- ofrecían una amplia gama de productos que incluso superaba a la de los ambulantes originales. Se podía conseguir cualquier cosa, desde los CD, libros, herramientas de cocina y de taller, revistas, llaveros, baterías, encendedores, chocolates, dulces, chicles y botanas que los ambulantes tenían décadas de poner en oferta, hasta ropa, maquillaje, perfumes, medicinas, frutas y verduras, toda clase de alimentos enlatados, escobas, herramientas de jardín, carne, pescados y mariscos, televisores, microondas, y hasta productos aún más inverosímiles, como muebles, seguros, criptas, automóviles y toda clase de bienes raíces –todos los cuales, claro, no eran llevados consigo por los vendedores, excepto los objetos pequeños de fácil manejo-[4].
Era común incluso que los mismos ambulantarios, sentados en sus asientos durante un tramo del viaje, compraran algún producto de otro vendedor y tres estaciones más adelante se levantaran a ofrecer sus propios artículos. Los comerciantes eran a su vez consumidores de su propia industria, y esto propició no sólo una agonía más prolongada, sino el desconcierto general de la población. Era imposible saber quién era ambulantario y quién no. Hasta que al final todos lo eran. Y no.
Pronto, conforme la crisis se profundizaba, los demás países del mundo comenzaron a copiar el modelo mexicano y a usar sus propios trenes subterráneos o metros como centros comerciales y de negocios. La oferta mundial era tan amplia como la imaginación más nutrida, aunque no abundaré en detalles. Lo único que diré es que, muy pronto, las bolsas de todo el mundo reubicaron sus sedes a los metros de sus respectivas ciudades. Más que una moda, se volvió una necesidad; el comercio mundial sintió la exigencia de volverse informal, quizá de encarnar simbólicamente la movilidad, al convertirse en ambulante, de que carecía en materia económica. Y no solamente eso, los ambulantarios comenzaron a desaparecer y a volverse ambulantes en toda la extensión de la palabra. Los pocos que aún tenían un trabajo formal lo dejaron y se dedicaron al ambulantaje de tiempo completo en el metro. Al principio, éste les proporcionaba un ingreso más sustancioso –aunque después todo terminó siendo igual o peor-. Le llamaron entonces “mercado universal”. Universal porque se podía comprar cualquier cosa; universal porque cualquiera podía vender[5].
Trataron también de llamarlo “mercado sobre ruedas”, pero no funcionó, porque ya existían lugares llamados así que tenían una función similar, aunque en la calle; una idea igual de inconcebible para nuestra época en que las calles dejaron hace mucho de ser vías transitables para dar lugar a los habitáculos donde vivimos. Visto de ese modo, es posible afirmar que en nuestros días habitamos las calles de la antigüedad, por donde el mercado universal, hace apenas unos siglos, recorría la ciudad de norte a sur, de oriente a poniente, con su oferta cada vez menos comercial y más laboral. Hasta que un día, finalmente, cualquier oferta dejó de ser posible.
El mercado universal dejó de recorrer las ciudades del mundo en 2095, cuando se declaró en bancarrota tras el colapso definitivo de la economía internacional y el deceso del antiguo sistema económico.
[1] Ant.
[2] El CD era un formato de audio que comenzaba a entrar en desuso en esa época. Los CD en mp3 contenían archivos comprimidos (mp3), lo cual permitía almacenar una mayor cantidad de datos, en este caso, canciones.
[3] Jorge Fernández Castro, El México dinámico: una historia del transporte público pre proto informático, p. 185.
[4] Estoy consciente de que varios artículos de la lista pueden resultar incomprensibles para el lector, por lo que incluyo un glosario en el apéndice a este artículo.
[5] Francis Marshall, “Ambulantarism”: The Mexican Model of Economic Survival,p.p. 284-290.