Por: Alejandra Coral
Twitter: @ayflaca
Me enamoré de una mujer con la mirada vacía, con los labios desgastados, con la vida raída. Con marcas de rabia en la frente y cicatrices en la espalda. Me enamoré de una mujer con sudor a pasado.
Hay historias que sin duda, merecen ser contadas; otras, como ésta, simplemente enterradas debajo de una cama de hotel. Un hotel al cual nunca podré volver, un hotel al cual me prohibí la entrada, porque ahí está ella. Esa mujer. De costillas marcadas y abdomen escurrido. Ésa de la que casi no recuerdo nada o me niego a recordar.
A veces me gusta pensar que es ficción. Que esta historia es sólo un invento de mi soledad ridícula e imaginar detalles que nunca existieron. Detalles como el marrón de su cabello ondulado o su voz ronca y apagada que solía odiar. Detalles como esos, falsos quizás, ya no lo sé.
Es fácil engañar a la memoria cuando se trata de olvidar, y en eso me convertí, en un especialista después de conocerla. Desde que se fue, he gastado mis míseros minutos odiándola, escupiendo su ausencia, aplastando su imagen, rompiendo su sonrisa.
Intentándolo todo. Convenciéndome de nada.
Cuando te enamoras de un ser tan híbrido y vacío, te quedas con las manos hechas arena, hechas polvo, hechas ceniza, hechas dolor. Y así fue como me derrumbé ante su cuerpo, ante sus silencios, ante su indiferencia casual, ante su sombra.
Me enamoré de una mujer inocente. Una mujer que se quedó a vivir en el limbo de su propia existencia, de su mundo, de sus ideas. Una mujer que se olvidó de ella para poder respirar, para poder gritar con gestos casi imperceptibles que no era un humano, que era un animal. Que siempre utilizó sus instintos para ser, sus mentiras para parecer y sus arrebatos para fingir que era feliz. Una contradicción, una ficción, sólo eso.
Y eso precisamente, es lo que ella siempre ignoró: que tal como se creó, era imposible que existiera.
Por eso disparé.