Por Camilo Villanueva
Twitter: @LetraSilenciosa
Antes de empezar a leer, asegúrese de haber extrañado antes, pues de lo contrario, quizá no logre entender lo triste, doloroso y eterno que es anhelar algo –o en la mayoría de los casos a alguien– que ya no está.
La mayor parte del tiempo estoy recordando. Soy de esos nostálgicos que toman cualquier momento para pensar en el “qué hubiese sido si” de las cosas. Porque si no lo hago, ¿quién lo hace por mí?
Últimamente he extrañado más de lo común: extraño la inocencia de mis cinco años, extraño la sonrisa a puertas abiertas de mis siete; también extraño el primer amor de los trece y el espacio en el que buscaba mi personalidad entre los catorce y los dieciséis. Extraño mi primer grupo de amigos, el olor del aprendizaje del colegio, los profesores y su innata manera de enseñar. También extraño a mi tía y sus ocurrencias que hacían de mí una gran y sincera carcajada, sin mencionar nuestra mascota que se escondía cada vez que la lluvia se acercaba.
Extraño los paseos en familia que, a diferencia de los actuales, podíamos alejarnos de la gravedad de la monotonía con una gracia o una travesura.
A veces extraño poder caminar por la vida sin pensar en que cada día crecemos y el tiempo sigue sin detenerse; sin pensar que lo que no abrazo hoy, mañana dejará de estar; que los sueños se desvanecen al compás del tic tac del tiempo. Porque las cosas siguen su rumbo, porque muy pocas veces te espera, porque lo que no escribes hoy, mañana estará en la hoja en blanco de alguien más.
También extraño lo que nunca estuvo porque alguna vez pudo estar y haber sido hermoso. ¿Y por qué no extrañar las canciones que solíamos escuchar juntos mientras dejábamos pasar la tarde?
Entonces, ¿adónde se fue toda la magia de las personas, las canciones, las tardes, el café y todo lo demás que una vez estuvo? Porque hoy desperté extrañando, porque no quiero olvidar, porque quiero que regresen.
