Por Yovana Alamilla
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Lo necesitaba. Necesitaba a alguien, algo… o eso creía yo.
Me gusta pensar que todos somos barquitos de papel en un día de lluvia navegando en una avenida en picada. Pero conforme la avenida se inclina más y los barquitos toman más y más velocidad, se caen. No soportan estar de pie y, como a los camarones dormidos, se los lleva la corriente.
Siempre pensé que todos necesitábamos un ancla, un algo, un alguien que nos atara a la avenida, a la tierra, a la vida. Un algo o un alguien que no permitiera que navegáramos sin rumbo, un algo o un alguien que no dejara que termináramos hechos añicos en el borde de una alcantarilla.
Y ahí estaba yo, tan perdida, tan a la deriva. Y en eso, apareció él en el mapa; desde el primer día que vi su sonrisa supe que él sería mi ancla.
Y lo usé… y él ni siquiera lo sabía. Y sí, ¡suena tan tonto! Pero no, la realidad fue mucho más absurda de como suena.
Desde el primer día me enganché a él. Y recuerdo con detalle el día, la hora y cómo mi cuerpo vibraba cuándo me dijo «Hola» por primera vez. Y mi mundo comenzó a girar sobre él por días, por semanas, por meses. Y sufría al ver que yo no significaba ni un poquito de lo que él significaba para mí. Él también tenía su ancla y no era yo.
Pero era tan débil, me sentía tan indefensa y tenía tanto miedo que no pensé con claridad; no me daba cuenta de que el ancla que había elegido, en lugar de ayudarme a seguir flotando, estaba hundiéndome.
Según mi teoría, un ancla puede ser cualquier cosa: la vocación, la familia, los amigos, el trabajo, el piano, ¡cualquier cosa! Pero no, yo estaba decidida a que fuera él. Y sufrí y le lloré.
Hasta que un día, cansada de derramar lágrimas por él, me alejé. No del todo, ¡tenía que agarrarme a algo! Pero me alejé. Apagué mi celular y me fui a leer. Leí sobre la felicidad, sobre el amor, sobre la estabilidad emocional y sobre todo aquello que me faltaba. Y no me encontré; pero mi orgullo y el poco amor propio que aún me quedaba, salía y me decía que no podía regresar a él. Comenzaba a ver que me hacía daño, comenzaba a ver que no estaba bien.
Entonces cerré los ojos y comencé a imaginar un campo verde con mariposas, cientos de mariposas y pequeñas casas. Un lugar parecido a la granja en la que pasé los primeros años de mi vida. Recordé lo feliz que era corriendo detrás de las mariposas para tomarlas con mis manos y poder ponerlas encima de una flor. Recordé que era feliz inventando historias sola porque no había más niños con quienes jugar.
Y entonces entendí todo: desde pequeña había sido un barquito de papel y desde pequeña tenía un ancla.
Mi vida era mi ancla. Los pequeños detalles eran mi ancla; yo era mi ancla.
Entonces, me solté por completo, lo solté.
Hoy ya no lo necesito, pero si él no me hubiera llevado al más oscuro de los presentes, yo hubiera seguido perdida, a la deriva y con miedo.
Hoy sé que llegará el día en el que me caiga y sé que terminaré en el borde de una alcantarilla, y está bien saberlo porque si no estuviéramos conscientes de que moriremos no nos aferraríamos tanto a la vida.
Hoy sé que nadie podrá mantenerme a flote si no soy yo misma; porque yo misma soy mi ancla, pero no un ancla de metal, de esas que no te dejan avanzar y solo te hunden, sino un ancla de papel, de esas que te mantienen de pie pero que te dejan navegar y disfrutar el viaje. Y sé que quiero disfrutar cada detalle de la avenida para que cuando llegue a la alcantarilla pueda llegar feliz. Sí, tal vez llegue sola, pero feliz.