Por Yovana Alamilla


Twitter: @Yovainila

 

 

Casi terminamos el primer trimestre de este año y me di cuenta de que de todos esos días que han pasado, solo en cinco me he sentido profundamente triste. Y no es que en los restantes la euforia se haya apoderado de mí, pero he pasado días muy felices; parte de esos días felices sí sé a quién agradecérselos, pero hay otros que recuerdo que no podía quitarme la sonrisa del rostro y no recuerdo ni por qué.

Entonces me puse a pensar en qué era lo que me hacía feliz y entendí que a veces –la mayor parte del tiempo, me atrevo a decir– no se necesitan grandes cosas para ser felices, a veces no es necesario ganar la lotería y basta con una buena plática con tu hermana y tu mejor amiga, encontrar dinero en los bolsillos del pantalón una talla menos que hace meses no te ponías y que ahora te volvió a quedar –bueno, que te quede bien y sea una talla menos ya es motivo de felicidad–, coincidir en la calle con un amigo de la prepa, un beso largo –o varios–, o ver una película mientras comes palomitas aunque estén quemadas.

Y es que lo importante de la vida siempre está en los detalles, cuando caminas por la calle y sientes cómo el viento juega con tu cabello, o esas sesiones con cosquillas que parecen interminables y hacen que te duela el estómago de tanto que te has reído. La vida está llena de subidas y bajadas, pero son esos ratitos los que hacen que todo lo demás valga la pena. Y cómo nos cuesta verlos.

Imagino que todos tendríamos más sonrisas en el rostro si por las mañanas prometiéramos que cada que esos pequeños momentos se tropiecen en nuestra ajetreada agenda, los disfrutaremos tanto que cada día en la noche en lugar de pastillas para dormir, tomaremos esa sonrisa imborrable del rostro y con el último suspiro antes de entregarnos a los brazos de Morfeo diremos: «Hoy fui feliz».

Y, vaya, qué bonito sería todo.

 

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