Por Bibiana Faulkner
Caer en la maldición de querer sanar un corazón es una constante invariable para quien se enamora antes de ser correspondido o aun siéndolo.
La primera vez que me enamoré lo hice sin vendas en los ojos y con una fe más grande que la que se usa para mover montañas.
Y la última vez fue casi idéntica a la primera; lo único que me faltó fue un poquito de fe, claro, sin contar que la primera fue hace diez años y la última fue el primer sábado de este abril.
Siempre creí que si me excusaba detrás de un ramo de rosas, ella saldría corriendo a detenerme, besándome toda la cara exceptuando los labios y me diría con el tono más fiel que nada pasaba. Vaya esperanzas las mías, siempre siempre cargando con un excedente de fe.
Todo el tiempo me sobró mucho cielo y me faltó tierra que pisar, a ello le atribuyo mi visión desenfrenada por ese amor maldito que tanto se me escapa aún de las palmas de mis manos.
Enamorarme de mujeres con ideas que me vuelcan la cabeza siempre me ha sido un ejercicio tan eterno como el dicho ese que habla de los cangrejos. Ese pues, el de la inmortalidad. Vieras que cuando una toma güisqui y lo mezcla con las letras, sale una conjugación extrema de vísceras y raciocinio casi sin fin.
Cosa curiosa esa de descubrir que la vida compartida tiene doble valor, que los besos premeditados surgen de una revolución de pensamientos rebosantes de imaginación, que las pláticas que se tienen con las miradas son más permanentes que un susurro del viento y que el roce piel a piel es tan efímero como una ola de mar.
Absolutamente todo para comprender que ellas sin miedo se van, absolutamente todo para comprender que la descripción que pueda yo hacer será un mero desatino a la perfección pero un gran tributo a esos pedacitos de felicidad etérea, a esas regresiones llenas de frío, ausencia, sol y edad; un absoluto desconsuelo al exilio que perdonamos siempre despacio y siempre sin parar.