Por Bibiana Faulkner y Julieta C.

Twitter: @hartatedemi

 

Prefiero acostarme con mujeres porque, en su mayoría, son la caracterización de la suavidad; porque no tienen “barbas que raspen como lija” y marquen en la piel, el deseo y el recuerdo de manera determinante.

La primera vez que me acosté con un hombre me dolió, mucho, todo. Pero no solo en mis partes, también me dolió el alma. Sabrá Dios; ya ni le pregunté, porque el fornicio, se supone, no es bien visto desde su altura. Y con el juicio de la cama estaba más o menos bien, y ya agotada.

Y borracha. Y al otro día, al despertar, seguía doliéndome, ya no solo aquella parte del  cuerpo, y el alma, sino también la cabeza. Y la sed y la conciencia y él diciéndome: qué hermosa te ves desnuda —después de regresar de la cocina con un pedazo de pizza—, y ahí empezaban las ganas de vomitar, no sé si por sus palabras o por la resaca. Será por las dos cosas. O será por otra que no entiendo.

Prefiero a las mujeres porque besan más lento y como si me quisieran. Y es que yo siempre quiero que me quieran aunque sea por la noche; se siente bien. Es más, si pudiera estar con una por siempre, entrelazadas por las piernas, no necesitaría volver a beber. Ni siquiera agua.

Juntar mis labios con los suyos (y los de la boca también, por supuesto) en un vaivén exasperado es una declaración de principios. Lo otro, lo de juntar algo más que la boca con un hombre es, no sé, permitir algo violento y tormentoso que marca desde el dolor. Para mí. 

En fin, por cositas (del tamaño del clítoris, digamos) como esas prefiero a las mujeres.  Pero, sobre todo, prefiero quedarme en su centro, en su capital, en su pecho, aunque ame sus nortes y las tempestades que con su sexo se desatan en mi sur.  

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