Por Tlaloc-Man

Twitter: @merodeadormty

 

 

¿Les molesta? Preguntó la señorita que llevaba gafas oscuras a pesar de que las nubes grises cubrían sigilosamente la atmósfera de Monterrey; se refería al cigarro que estaba fumando.

 

Él movió la cabeza para decir que no; no pudo decir palabra, estaba desbrozando parte de un taco de barbacoa. Carlos, el encargado del puesto conocido como “El Charly”, dijo que no había problema. Le habló de usted, le dijo güera y al problema se le refirió como “bronca”.

 

Ella sonrío al mismo tiempo que asintió.

 

Pidió una orden de harina de barbacoa. Él, el único cliente que estaba ahí desde hace unos minutos iba en su cuarto taco, solo uno más y tendría que retirarse del lugar.

 

Sale uno de barba, güera, le anunció el taquero a la dama que seguía al pie de la letra aquel adagio que dicta que usar lentes oscuros es no dejar que alguien eche un vistazo al desorden que hay en tu alma.

 

El plato era un rectángulo blanco en el cual cabían perfectamente 5 tortillas dobladas con barbacoa en medio, además, quedaba un espacio para poner cilantro y cebolla (a la barbacoa podían adherírsele gotas de limón y diminutos puntos de sal, esto variaba según el cliente). Al tenerlos en su poder, la dama de gafas preguntó si podía lavarse las manos. Carlos recordó que el lavabo estaba hecho un chiquero, por lo que le pidió un minuto para ir a arreglar y, ahora sí, poder facilitárselo con toda la confianza del mundo. Nuevamente, la mujer asintió con una sonrisa muy coqueta. Carlos desapareció.

 

Él hombre que estaba a su lado, que era tonto solo para llorar, pidió dos tacos extras antes de que la güera pidiera su orden para así alargar su estadía en los tacos y dejar regodearse por la presencia femenina que esa mañana de sábado se pasaba por este rincón del universo llamado taquería.

 

Así que allí estaban a escasos metros, con una variedad de salsas que se interponían entre ellos. La dama volteo a ver el reloj una vez. Él no perdía detalle, no disimulaba mucho que la mujer le encendía muchos “sensores” de su persona.

Como se le cocían las habas para entablar charla con ella, le sugirió que la salsa roja era la mejor, que no picaba tanto y estaba muy sabrosa. Él si la tuteo.

 

¿Ah, sí? Lo tomaré en cuenta, le respondió.

 

Volvió el taquero, por lo que la mujer fue a lavarse las manos, tiempo que fue aprovechado por Carlos para informarle a su único cliente que dicha damita había llegado en el Jetta blanco que está detrás de su camioneta Grand Cherokee.

 

Ambos escudriñaron el coche. Vieron cómo cajas con un montón de papeles atiborraban los asientos del copiloto y el trasero.

 

Jimena ya se saboreaba la orden de tacos que un ex novio le había recomendado. Dudó un poco de qué tan satisfecha la dejarían, ya que los cinco tacos cabían en una sola mano del taquero y, a juzgar por el tamaño, no parecían ser muy grandes. En esa apreciación se equivocó porque los tacos estaban rebosantes de carne.

 

Al volver, mientras se llevaba el alimento a la boca, un silencio se apoderó del lugar. Tan pequeño y tan silencioso se volvió el puesto de tacos. La mujer no poseía un sex-appeal que se distinguiera a distancia larga, más bien habría que verla de cerca, mirarle las manos, dejar que los ojos se volvieran lupas, escrutar el gesto cuando dice que sí con una sonrisa para dejarse arrastrar por su presencia.

 

Un objeto bastante vetusto, perdido entre varias cajas del lugar, soltó de sus entrañas una melodía pop (pop es por popular) que provocó que la dama de gafas pidiera a Carlos que subiera el volumen. La canción se llamaba “Your body is Wonderland”.

 

Al cliente que ya había acabado su orden de tacos no le importó lo que pensara Jimena, se quedó en el espacio designado para degustar los tacos, un poco sucio, un poco aderezado por la polución del lugar y el ruido de los camiones, sin otra razón más que esperar a escuchar la canción completa.

 

Sin darse cuenta, se inmiscuyó en sus propios pensamientos al detectar que el título de la canción se repetía en el estribillo, aunque su atrevimiento lo llevo a otra canción, a otro rincón de su materia gris: “My body is a cage”; fue más potente que la omnipotente aura de la chica que transpiraba feminidad por cualquier poro. Volvió en sí solo para recetarle un proverbio muy mexicano acerca del acomodo de las cosas ya sea esotérica o físicamente al ver que Jimena dudaba si poner un poco más de cilantro a su penúltimo taco. Todo cabe en un taco sabiéndolo acomodar, amiga, le sugirió. Dio el último sorbo de su sprite, pagó su orden y se marchó.

 

Ella le dijo que sí, coqueta, dejando al descubierto sus ojos. Eran las once de la mañana con once minutos. 

 

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