Por Fernando González

Twitter: @DePapelyTinta

 

 

La gente dice que cuando una persona se va, el amor se queda; pero nunca nos dicen de qué lado se queda. Por cierto, yo digo que esas son putadas. Y no, no estoy negando esa afirmación, simplemente me parece injusto que una de las dos personas, al final, tenga que aprender a llevar el peso de un supuesto amor construido por los dos.

Hay personas que se van por circunstancias ajenas a sí mismos, como por ejemplo, cuando se es joven y aún se vive con los padres, y ocurre que por alguna de esas circunstancias hay que mudarse de ciudad, de estado, y en el más apesadumbrado de los casos, de país; entonces también debería poder mudarse de corazón.

Hay también personas que se van por determinación propia. La mayoría de quienes tienen que padecer este tipo de partidas de inmediato califican como unos hijos de puta. Yo, en definitiva, lo agradecería porque ¿para qué quisiera tener a mi lado a alguien que ya no quiere estar conmigo? Entonces sonrío porque sin duda habrá alguien allá afuera que sí quiera.

Finalmente están las personas que se van por cuestiones celestiales o su puta madre. Esas quienes no se van por circunstancias ajenas (aunque ciertamente sí lo sean), ni por determinación propia (aunque ciertamente también suceda); pero que se van, y que no importa cuánto anhelemos, ni cuánto nos desgañitemos, no regresarán jamás. Como Valentina.

Siempre creí que eso del amor era asunto para los frágiles, y que era totalmente superfluo y banal. Que para qué quería desgastarme en un vaivén de emociones que irreparablemente terminarían conmigo afligiéndome. Que tenía amigos, y vicios, y mujeres que me saciarían la necesidad de contacto físico y sexual. Que para qué. Entonces conocí a Valentina en una de las tantas reuniones en el lugar de mis amigos. Lo único que recuerdo de esa noche, es que había bebido demasiado ron, y que, cuando menos cuenta me di, ya estaba en una de las habitaciones de la casa con Valentina. Al principio pensé que era uno de esos encuentros carnales a los que ya me había acostumbrado, pero Valentina hizo lo que ninguna mujer había hecho antes: seguir ahí cuando yo despertara. Esa mujer de cabellos rojizos, de labios rosados y carnosos, y de cientos de pecas resguardando su dorada piel me había provocado el deseo de permanecer con ella más de una noche.

Comenzamos a salir, y mientras más la veía, más ganas me daban de conocerla y de aprendérmela de memoria. Sucedió que me despojé de esa armadura que tanto tiempo y tantos desprecios a mujeres bellísimas me había llevado componer, por ella, por Valentina. Cuando menos cuenta me di, ya estaba enloquecida y ardorosamente impresa en mí. Ya no podía distinguir entre el roce de la brisa del mar y sus labios, ni podía comprender una vida en la que Valentina se ausentara. Halló la perfecta manera de alojarse en mi pecho y no desasirse ni cambiando de cuerpo.

Al cabo de unos meses compartiendo con Valentina, decidimos dar el siguiente paso, ir más allá de nuestras creencias; entonces tomé la palabra:

“Oye, llevo un tiempo pensando esto, pero te amo. Te amo y no me basta tenerte todos los días, te necesito cerquita, siempre. Necesito también la calidez de tus brazos cada día al despertar. Desde hace un tiempo ya que resides en mí y en todo lo que soy, entonces, no veo por qué no podamos residir bajo el mismo techo. ¿Quieres?”.

Fue la primera vez que no dudé antes de decir algo, ni siquiera de asentar cuando mi madre me preguntaba si quería helado de postre. Ella tampoco titubeó. De inmediato fuimos a mi casa a hacer un espacio para sus cosas. Cayendo la tarde, tomó las llaves de su auto y me dijo: “Ya vengo, mi amor, voy por ropa y mañana sacamos todo. No tardo, te amo”. Me hubiera gustado que viajara un segundo a mis ojos para verse como yo la veía y para que se diera cuenta que sí podía caber una persona dentro de una mirada.

Digo que son putadas eso de que cuando una persona se va, el amor se queda; porque entendí que siempre tuve la razón: terminé afligiéndome y cargando con un amor de dos personas.

Pasaron un par de horas y Valentina aún no había regresado, cuando recibí una llamada:

¿Es usted Christina Percástegui?

Sí. ¿Quién habla?

Disculpe, pero Valentina Rivas tuvo un accidente. No sobrevivió.

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