Por Abraham Jácome
Twitter: @chicosintuiter
Dicen que es fe ciega, que no tengo pruebas lógicas para demostrarlo. Pero la prueba está en mí y no necesito más que eso.
Aun así, considero que cualquier persona cuerda como yo (contrario a lo que muchos puedan afirmar con la sola intención de agraviarme) opinaría lo mismo si viera a mi gato como yo lo he visto. Es decir, en la cotidianidad, donde todas las cosas se desnudan del disfraz y se nos presentan como realmente son. Ese es el problema, que no lo han visto como yo y aun así se sienten autorizados a opinar y pedir pruebas.
No han visto cómo me mira. Cómo, mientras escribo, leo o traduzco, se echa a la entrada del cuarto (afuera, siempre afuera) y se pone a mirarme fijamente durante minutos. Luego parece que se cansa y se queda dormida, pero yo sé que es una estrategia para que me haga a la idea de que ya no me está observando. Yo estoy seguro que deja una rendija abierta para mirarme con la tranquilidad de saber que yo ya no estoy pendiente de su mirada. Sin embargo, sé que en el fondo eso no puede importarle; mi gato –que de hecho es gata, aunque esas cosas no interesan mucho para lo que estoy tratando de explicar– es el diablo.
Y si no puede importarle que yo, un mortal, esté consciente de que me observa, lo más probable es que su única intención sea enloquecerme o, de mínimo, jugar conmigo. Tampoco creo que haya muchas razones para mirarme desde el portal. ¿Qué podría ofrecerle yo a mi gato, que es el diablo? Absolutamente nada. Mi alma, cuando mucho, pero sería extremadamente ególatra pensar que a él le hace falta a tal grado. No, sólo se trata de un juego.
Y es que mi gato es el diablo no sólo por mirarme desde la puerta. Lo es por el Juego, así, con mayúscula. Por la forma en que detrás de cada uno de sus actos se esconde la voluntad de burlarse, de encubrir, de traicionar. Claro que esto no es evidente para cualquiera, ¿pero quién dijo que los actos del diablo tendrían que serlo? Y a pesar de ello, cualquiera que lo observara bien y durante suficiente tiempo, sería capaz de identificarlo.
O si no, les pregunto, si mi gato no es el diablo, ¿por qué otra razón pasaría tanto tiempo limpiándose, mirando a los pájaros por la ventana durante horas, echado al sol, durmiendo, jugando con su cola, escondido encima de algún librero o haciendo cualquier otra cosa no propia de un ser como el diablo? De entrada resultaría sospechoso hasta para el más corto de vista, y los años de convivencia vendrían a confirmar la idea inicial. Si aún no lo han entendido ustedes, poco puedo hacer para ayudarlos. Sólo les diré una palabra: sospechen.
Además está el tema de los animales y su deseo incontrolable de hacerles daño. Sobre todo a los que son más pequeños que él o, mejor dicho, que el cuerpo que ocupa actualmente. Y no se trata sólo de matarlos o comerlos, sino de torturarlos durante minutos, a veces durante horas. Golpearlos con sus patas de forma espaciada y darles pequeñas mordidas hasta que mueren, o bien, quedan quietos, moribundos, y dejan de ser divertidos. Lagartijas, escarabajos, mariposas, polillas, moscas, cucarachas, hormigas, hasta a los tan contemplados pájaros les haría lo mismo si pudiera pasar del otro lado de la ventana. Cosa que de hecho puede, pero evita a toda costa para guardar las apariencias. Es más, yo siento que conmigo hace lo mismo cada vez que me mira inmóvil desde el umbral de la puerta.
Una vez alguien me dijo que nada de lo anterior era capaz de probar mi argumento, ya que, según él, no existe una relación lógica directa entre el instinto animal y ninguna de las características que yo le atribuyo al diablo. Incluso me pidió que definiera yo mismo esas características y se atrevió a decir que mi gato era sólo un animal, un espécimen cualquiera. Yo me reí en su cara y me alejé sin voltear. No me gusta hablar con necios.
En este momento, mientras escribo, ha de estar durmiendo en la sala o lamiéndose en una de sus sesiones interminables, pero sé que haga lo que haga, ella está al pendiente de mí. Como ayer, como mañana, como todos los días, como cuando llegó a mi casa y la tuve en mis brazos por primera vez. Eso me lo dice a mí, nada más que a mí (y se lo diría también a ustedes si fuesen capaces de abrir su mente), cuando me ve a los ojos mientras se estira, cuando bosteza y muestra sus letales colmillos, incluso cuando se acuesta en mi pecho y me lame la nariz con su lengua rasposa. O cuando viene a pedirme de comer, cosa que está a punto de suceder en cualquier momento, y bajamos los dos las escaleras, disimulando que no sabemos que el otro sabe lo que uno sabe que los dos no somos: un hombre bajando junto a un gato común y corriente. Porque sí, no cabe duda de que mi gato es el diablo.
Y no haré absolutamente nada al respecto. Es decir, quiero mucho a mi gato.