Por: Carlos LM
Twitter: @bigmaud

 

El otro día descubrí que mi cuerpo quiere morir.

No lo culpo, la verdad. Estos años han tenido demasiados puntos bajos. El retiro es una opción considerable. Lo que me molesta es que, en vez de seguir el ejemplo de otros cuerpos que optan por la muerte lenta y dolorosa que es la vida, el que tengo ha optado por un fin abrupto. Parece que le urge dejar de funcionar. No se lleva bien con la mente. Ahora mismo tengo complicaciones para que los dedos obedezcan la orden de escribir. Necesito pensar en leves amenazas con tal de que el cuerpo escarmiente. Ya le he dado el aviso a los dedos de que, si no obedecen, iré con la estilista para que pinte sus uñas de rosita para que sean la burla de los vecinos. Es cierto que el escarnio público también lo sufriría yo, la mente, que a fin de cuentas es quien se encarga del departamento de pensamientos, pero en esta época de tensiones, no queda otra que recurrir a estas medidas para mantener el orden. A fin de cuentas la supervivencia está en juego. Yo no quisiera morir. Respirar es una actividad fascinante en comparación a la nada.

La situación llegó al límite ayer por la tarde. Me encontraba escuchando música cuando de repente noté una anomalía en el ambiente: no estaba respirando. Sin previo aviso, nariz, bronquios y pulmones se coordinaron para dejar de oxigenar. Al cabo de unos segundos, dejé de pensar con claridad. Un último momento de lucidez permitió que negociara con los rebeldes del aparato respiratorio: “Dejen que entre aire, prometo llevarlos al campo y agendar la visita a un spa”. Un par de segundos después, sentí un ligero alivio. De nuevo respiraba.

Un antecedente similar tuvo lugar hace unas semanas. Era de madrugada. Luego de varias horas sin que llegara un milagro que iluminara el panorama, decidí que lo mejor era dormir. Lo conseguí después de media hora de intentos. La recompensa fue una pesadilla de ochenta megatones. Yo, en una isla desierta, era golpeado por una horda de enfurecidas olas decididas a acabar conmigo. En un acto de reflejo, desperté. Lo que vino fue peor. Apenas abrí los ojos, descubrí que mis manos estaban ahorcando mi propio cuello.

Le ordené a las manos que se detuvieran, pero no obedecieron. A cada segundo la sensación en el cuello empeoraba. En el espejo de la habitación vi que me ponía morado. No tardaría mucho en morir. El autoatentado se acercaba al éxito. Tomé una decisión: ya que las piernas no eran las agresoras en ese instante, corrí hasta las escaleras y me arrojé para rodar sobre ellas. Caí en la puerta principal de la casa. En un acto de reflejo los brazos dejaron el cuello para proteger a sus amigos abdomen y espalda. El fuerte dolor corporal era lo de menos, lo importante fue que no terminé en un cubículo reservado en el infierno.

Los ataques son repentinos y varían de estrategia. Desde esa vez, no he vuelto a ser atacado por los brazos. Sin embargo estuvo el ya mencionado incidente del sistema respiratorio y el día en que los dientes se negaron a masticar bien una albóndiga que estuvo cerca de provocar que me ahogara.

Todas mis actividades están ahora cubiertas por una capa de precaución. Apenas hace unos minutos tuve que rechazar una invitación a la playa. Tendremos muchas mujeres y bebida, dijo mi amigo. Lo siento, tengo unas piernas en huelga que se niegan a nadar, le respondí. Y se enojó. Me dijo que si no quería ir, simplemente fuera sincero en vez de humillarme con ese tipo de pretextos. Fingí que mentía. Tienes razón —le dije—, tengo gripa y estoy sin ganas de salir. Diviértanse con esas horribles mujeres en bikini y no olviden envenenarse con comida y alcohol.

Cuando colgué sentí un latido raro en el corazón.

 

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