Por Bibiana Faulkner
Vivo todavía en un pueblo del Estado de México, en una casa azul con puertas amarillas pintadas a garabatos de pubertos pretenciosos. Ya no está el mismo perro color café que ladraba sin parar. Ahora no hay perros en mi casa, y yo no cuento.
Tengo un coche que corre a más de cien y sigo el protocolo de una carta ordinaria que cuenta lo nuevo, lo usado y lo que todavía no se va.
Si estás cerrando los ojos porque las letras amenazan con fastidiarte, entonces para aquí porque el tedio está por comenzar.
Por supuesto, no he dejado de pertenecer a la familia disfuncional que tú conociste. Papá tiene a su lado a una mujer envidiosa y latosísima. Me he querido convencer que, de alguna manera, la escogió así para que mi hermano no se fijara en ella (por aquello de los acostones entre hijo-madrastra). Uno nunca sabe. La otra noche, la casa estalló en una especie de tertulia un tanto genital, y mi padre, cansado de escuchar hablar sobre la vida sexual activa de tres de sus cinco hijos, paró la charla de una forma irrefutable. Lo entiendo, quién gustaría saber que sus hijos tienen sexo en cualquier rincón, a cualquier hora, en cualquier lugar. Por su parte, mamá desea desde lejos que no nos encariñemos con la marihuana. Esto último porque creo que ha visto mucha tele desde noviembre del 2009 y Miss Sinaloa es aparte narcótica. Infiero que mamá se ha de alegrar por una razón, ni mi hermano, ni mi hermana, ni yo, podemos ser maniquís de belleza. Lo que le disgusta es el segundo capítulo. Rigoberto es el nombre del compañero de mi madre, y así como su nombre, él es cómico también (tiene una nariz y unos cachetes de fotografía). Seguramente la selección se dio para que ni mi hermana ni yo, nos fijáramos en él. Notemos que aquí, papá y mamá se han puesto de acuerdo sin quererlo, o queriendo, da igual. De cualquier manera, con desastres naturales dentro de una casa o tormentas dentro de una sola persona, el amor que siento por mis padres es indiscutible. Indiscutible.
Hace meses, sugerí Guadalajara como la ciudad menos infeliz, quién diría que me tacharían de homosexual a punto de pudrirme en el averno. Un vagabundo hijo de puta me lo gritó mientras yo caminaba de la mano con mi ex novia. Sofía fue parte importante en esta carta pues fue la mujer que, de forma mágica, me encontré en el camino, con quien compartí mis besos, mi sangre, mi cama. Me resulta metafísicamente imposible adjetivarla mas fue el personaje principal de muchas de mis historias. Por el momento debes saber que estuve enamorada y no me da miedo decirlo. “Tengo en mí algo de ti y viceversa”, así fue nuestro romance.
Tengo amigos todavía, los mejores por antigüedad y los peores por tener alguien con quien platicar; de vez en cuando resulta divertido descubrir sus parafilias por abuso de alcohol o sensatez innata de la garganta.
Sigo fumando, he descubierto que, a pesar de existir más de cincuenta maneras creativas de gastar cuarenta pesos, soy presa de los vicios orales, y antes que olvide lo relacionado con las perversiones al cuerpo, escribo que aborrezco el güisqui desde que ingerí más de seiscientos mililitros de uno barato que una amiga llevó aquel cirroso día, que porque habían sobrado como dos cajas de la boda de su hermana.
¿Cómo es que nos hemos perdido tantos años, amiga? Continúo: ayer pensaba que el hotel es el lugar más rentable para acariciar a tu pareja sin restricciones, es decir, sin pánico a tener un orgasmo monumental (y todo lo que conlleva como intentar más de cinco posiciones contando la de la regadera, gemir libremente, sacudir los burós y clavarte en el colchón, ciertamente).
Soy adicta a la literatura latinoamericana pero tengo más libros de autores europeos y norteamericanos. Es más, si Bukowski viviera, iría hasta su casa y le lanzaría mi brassiere envuelto en una botella de oporto.
Sé que hay párrafos sin alguna ilación con el de abajo o con el de arriba pero debes saber que las mejores oraciones de esta carta (si es que las hay) sucedieron cuando pensaba en nomeacuerdo, manejando, o cuando vi al niño que limpiaba el parabrisas, fumando o maldiciendo al viento, al suelo, a los colores y seguramente a mi techo cuando no tiene estrellas.
Todo lo que te he escrito aquí es fétidamente verdadero, incluso aquello de la línea número XXX que retumba en mi consciencia como el secreto reventado.
Juro que pretendo nada con todo este palabrerío. Por cierto, tengo una cicatriz que me rompió la boca en dos, los mismos tatuajes que tengo en el cuerpo: el rojo con negro hecho por puritito amor y el otro, el otro… (Tic, tac).
Bibiana