Por Bibiana Faulkner
Es de noche.
Ella está sentada sola al filo de una barra en algún bar bebiendo una copa de vino sin la promesa de encontrarse con alguien en aquél lugar, sin embargo, en el fondo tiene una minúscula esperanza de toparse con un rostro conocido que le ha acechado los últimos días sin saber bien por qué, un rostro que nunca ha visto: el mío.
Siendo esto lo primero que ella escuchara de mis labios, le abordé:
—¿Nos enamoramos?— solté la pregunta como si fuera el último hálito de mi vida.
—¿Disculpa?— dijo sin mirarme a los ojos después de beberse en un sorbo las dos onzas restantes de Merlot.
Ella creyó estar preparada para cualquier palabra, para todas las propuestas posibles, y de todas, yo le había dicho la peor, la mejor. Yo ardía de nervios y de ganas. La lejanía de su mirada no me apartó, ni siquiera titubeé, pero tuve miedo. Contesté su pregunta:
—¿Que si nos enamoramos?— repetí.
—He contestado “no” a todas las preguntas que me ha hecho la vida. Deseo gritarte que sí, pero mi algarabía interior dicta que nada es tan fácil— respondió después de lo que a mí me pareció una vida entera, pero en realidad habían sido 30 segundos de disimulo— Convénceme— prosiguió sonriéndome por encima de su hombro y mirándome por fin.
De cómplices los recipientes ya vacíos y, del otro lado, un hombre surtiendo vino.
—Pelearemos mucho, también en días de sol; no te gustarán mis modales; detestaré tus partidas; nos hartaremos de nuestras fijaciones orales, pero será otro pretexto para besar; odiarás mis sueños y compartiré los tuyos; me molestarán tus cánticos mañaneros y me golpearás por mis ronquidos. Será casi imposible, pero ya empecé.
Ella sentía un escalofrío que viajaba desde la médula hasta el cuello. Discreta y torpe torpe, se sacudió temerosamente buscando en su bolso un cigarrillo. Ella seguía hurgando entre sus pertenencias hasta que interrumpí con una analogía:
—Yo tengo el fuego que buscas.
—Mujer, es la oferta más tentadora que me han hecho jamás. He aprendido a no creer en las palabras de una noche volátil, y aún así, me haces temblar— dijo mirándome fijo, muy fijo.
Ella, una erudita en música; yo, un cuerpo ambulante. Ella enóloga, yo una romántica empedernida. Y en sus palabras mi deseo y en su deseo el destino de la debacle.
Pedimos más al hombre surtiendo vino. Después hablé nimiedades buscando llamar su atención sin entender que los intereses en común marcan empatía, no estadía. Hablamos de Literatura sin convencernos la una a la otra, del amor sin empatar, de
Éramos dos muertas de miedo y de ansias.
—¿Te quedas conmigo?— solté la pregunta como si fuera el último hálito de mi vida.
Pero no contestó, entonces supe que era hora de irme a casa.