Por Bibiana Faulkner
Tengo la sospecha que mis padres supieron sobre mi sexualidad antes que yo. Hacer todo lo contrario a lo que hacían las niñas era mi especialidad. Cuando era una niña, los adultos me inculcaron que el color rosa era para las mujeres, que también las muñecas, la cocinita con sus mamaditas de la comidita y la hora del té.
No cabe duda que el imaginario social dentro de la mayoría de los adultos que me rodeaban, los había poseído por completo, tanto como para que me dijeran “los hombres no lloran ni se maquillan; las mujeres deben usar vestido y nunca jugar con carritos, eso es de marimachas, de machorras pues.”
Este texto es mi venganza. Si de pequeña no me parecía lo que me decían, ahora sí me parece pero de la siguiente manera: vengan ustedes a leer que también las niñas gustan del color azul, que las muñecas de carne y hueso son más que bienvenidas, que las mamadas gustan (por supuesto) y que el té se saborea mejor si hay sexo de por medio. Vengan a leer que los hombres sí lloran y un chingo, que también los travestis y/o los transexuales se maquillan y usan vestido; lean que las niñas hasta juegan con aviones; lean que del clóset no sale El Coco sino personas.
Las mujeres me gustan, me gustan mucho. Salir con ellas, cuidarlas, observarlas, besarlas, procurarlas, acariciarlas, soñarlas, llorarlas, etcétera, me ha llevado a conocerlas tal vez un poquito.
Hace algunos años salí con una chica. Físicamente morena clara, tal vez un poco más alta que yo, atlética, ojos color almendra, cabello café castaño con longitud hasta la mitad de sus vértebras, nariz respingada, ojos pequeños y tristes, manos delicadas, piel suave. Emocionalmente pervertida e incomprensible, como casi todas. Yo había preparado la cena y después de una deliciosa velada bebimos como si estuviésemos en una barata cantina con presupuesto ilimitado. Quítate la ropa y amárrate las manos, iré por cinta y por unas esposas, me dijo. Le di un beso y no volví a saber de ella.
Meses después su amiga me ligó, práctica y literalmente, me ligó. Físicamente güera, con cara de muñeca, cabello más corto que el de mi padre, ojos grandes y siniestros, piernas hermosas, olor sublime. Emocionalmente áspera y rígida. Era domingo y yo veía el football. No me interesa que estés viendo ese estúpido deporte, necesito verte, me gritoneó por teléfono. Le colgué y hasta hace algunos días la supe enamorada de una conocida mía.
Hace no tanto, me dispuse a salir con la hermana de un amigo mío. Es toda una dama, es maravillosa y quiere conocerte, dijo mi amigo. La conocí en un café; estatura mediana, morena clara, cabello negro lacio por debajo de los hombros, buen cuerpo, atractiva y con unos pechos de fantasía. Pasaron las semanas y todo parecía ir en correcta dirección. Me introdujo a su familia, mas yo nunca a la mía. Los viernes era fiesta segura, el problema era que para mí, la fiesta parecía no tener fin. No me gusta cómo bebes, necesito que no bebas de esa manera, me susurró una noche. El encanto se rompió entero, ni una gota quedó.
De las demás tal vez les platicaré otro día.
Frases imperiosas, insulsas, tan faltas de fe como “¿El football o yo?”, “No supe qué cigarros comprar”, “¡Deja de beber!”, “Vístete para mí”, “No salgas con ellos”, “Eres una idiota”, “No me gusta leer”, “Te mentí”, “Hazme así el amor”, “Como que fumas mucho, ¿no?”, “Estoy enamorada de ti”, me llevaron casi a la locura. Yo siempre quiero una copa, no importa que sean las nueve de la mañana del miércoles; puedo ignorar un hermoso cuerpo desnudo mientras veo el football ¿y qué?; las güeras nunca me han gustado; soy una imbécil y no le veo el problema; ahora resulta que si me acuesto con alguien, ya tengo la obligación de cuidar ese pecho ajeno e incluso esa cama de por vida.
Me toca pedir algo: que me hagan reír.