La cantina de Bibiana Faulkner
Por Bibiana Faulkner
Cuando niña, moría por asistir a un club nocturno, recién me lo recordó el mejor amigo de mi padre (de quien estuve enamorada una tercera parte de mi vida).
Era gracioso porque yo de niña no quería ser mayor a pesar de querer hacer actividades que escuchaba, ellos hacían. La insistencia de los demás niños por querer ser adultos no me parecía aspiracional (en lo absoluto) sino ridículo, ridiculísimo. Y no porque la mayoría de los adultos que me rodeaba fueran unos imbéciles, sino porque mientras más crecía, más se me nublaba la vista.
Abogados, bomberos, exploradores, inventores, astronautas, doctores, modelos de pasarela, conductores de televisión, cantantes, y ningún acicalador de corazones. En realidad me parecía una entera falta de sensibilidad (aun siendo niños) que, conociendo nuestra infancia y la de nuestros cómplices, ninguno quisiera trabajar reparando el órgano que más se lastimaba.
Tal vez por eso no quería crecer, porque si me percaté de nuestra insensibilidad siendo apenas niños, entonces cuando fuera mayor me dedicaría a observar cómo el mundo me hacía llorar. Y no, yo no quería eso.
A los once años, un hombre me rompió por primera vez el corazón; con el tiempo me dejó de importar el género sexual y perdí la cuenta de las veces que se me cascó el pecho, contar los pedazos nunca fue fácil, menos unirlos.
Pero no podría dejar de crecer, entonces me acostumbré. Tenía todo perfectamente claro, existían personas que eran tormentas ambulantes, otras eran como desiertos, otras eran estaciones del año (especialmente inviernos), otras eran los cuatro elementos juntitos (¿imaginan agua y fuego peleando por un primer lugar?), otras eran cuerpos en caída libre, otras eran algo así como estatuas de sal, y mis favoritas, esas que eran como muñecas feas escondidas por los rincones, esas como la canción.
Vine aquí a escribir todo lo que he visto mientras dejaba de ser niña, vine a escribir todo lo que veo y lo que pienso cuando no veo, vine a decirles que tengo un gusto descarado por cenar botellas de ron y que siempre amo como si tuviera sentimientos puros de repuesto. Tantos abogados, tantos amores correspondidos, tantas secretarias, tantos profesores de matemáticas, y ningún acicalador de corazones.