Crecer nunca fue tan malo
Por Bibiana Faulkner
Creo que lo que más amé de haber crecido fue que mi madre dejara de vestirme. Recuerdo que cuando yo tenía nueve años, mi madre me ponía un moño del tamaño de mi cabeza, el moño era tan enorme que varias veces sorprendí a varias profesoras de primaria acariciando el accesorio como si fuera mi cabeza. Así de seria era la cosa.
Después, ya puberta, sorprendí una vez más a mi madre haciendo conmigo y con mi cuerpo lo que, parecía, siempre había añorado. Me vestía como una señora, ¡como una señora chiquita! Válgame Dios, como decía mi abuela. Era algo así como una niña de doce años (sin tetas, nunca tuve y nunca se me desarrollaron como hubiese deseado) dentro del traje de una señora de cuarenta; falda larga, saco, blusa de seda y tacones. O una oda a la ridiculez.
Qué hablar sobre la comida. Hígado todos los martes, que porque Conchita, la prima de la tía Margarita le había dicho que no había alimento más nutritivo para los niños en pleno crecimiento que el hígado. A veces sorprendía a mis hermanos dándoselo a nuestro perro por debajo de la mesa y diciéndole a mamá, los muy cínicos, que les diera otro filete. Así de seria era la cosa.
Otra de las cosas que más amé cuando crecí, fue el respeto de los mayores. Cuando niño, uno tiende a sufrir el complejo de sirviente, entonces los adultos, aprovechándose de tu desconocimiento hacia el crecimiento, se vuelven los amos de todo tiempo y espacio (tuyo, por supuesto). Ni qué decir sobre los maltratos que sufrí por desobediente. Manotazos, cinturonazos y hasta uno que otro golpe con un chicote.He llegado a pensar que mi madre usaba el chicote porque tal vez era más recia que un simple humano, tal vez era tan recia como un caballo. O tal vez le encantaba la historia sobre la colonización aquí en México, y lo que verdadera y profundamente quiso, fue enseñármela a través de vivas representaciones. Prefiero pensar que esa fue la otra opción, aunque ambas obedezcan a una educación que ciertamente no sé cómo llamarle, porque ahora sé que he tenido la mejor, a pesar de todo.
Lo cierto fue que crecí sin tener una idea clara de lo que realmente era. Los abuelos no nos cuentan cómo es que se vive el desamor o la razón exacta de por qué una madre acomoda tu cabello como si estuvieras en la década de los sesenta. También crecí con más libros que amigos, y me encanta, nunca me ha dado miedo decirlo.
Tal vez lo que más amé de haber crecido fue que no me di cuenta. Tal vez lo que también amé de haber crecido fue que nunca me hubiera dado cuenta.