Los Reyes Magos
Por Bibiana Faulkner
Cierto amanecer del día seis de enero de mi infancia, bajé corriendo a toda velocidad buscando con mis ojos lo que había pedido a los Reyes Magos. A un costado del pino de Navidad descansaba dentro de mi zapato un papel doblado, no había algo más. Baltasar me había dejado una carta con su puño y letra como sacada de mi padre:
El año que has dejado atrás no te portaste lo suficientemente bien, lo sabes. Tu profesora de Español le ha dicho a tus padres que al pedir a todo el grupo una breve historia de diez renglones sobre el fin de año, le entregaste un cuento sobre un perro moribundo que terminaba con una tarde sombría a la mitad de una segunda cuartilla; la madre de tu amiga Araceli ha hablado con la tuya porque dice que has metido en la cabeza de la niña, la idea de que la profesora de Español es una mujer desbordante de disciplina y una vieja sin corazón. Prosigo, tu abuela se ha molestado contigo porque le dijiste que lo que escribía era aburrido y los suéteres que tejía tenían colores más tristes que el cuento de un perro que te habían pedido en la escuela. También golpeaste a un chiquillo porque no soportaste ver cómo agredía verbalmente a tu hermano y tus padres tuvieron que ir a disculparse con él cuando debiste ser tú.
Rompiste las reglas escolares (aunque no fue tan malo), fuiste sincera con tu abuela e inmediatamente después le mentiste acerca de tu tarea, así no era la cosa; finalmente rompiste las reglas de convivencia con un niño que no hace más que agredir con palabras desde que lo conociste, pero no conoces su historia.
Ve y guarda esta carta en la cajita de madera que tu madre te regaló en Navidad y después busca debajo de tu cama, ahí te dejé los regalos de este año.
Baltasar
Subí con desgano, guardé la carta y busqué debajo de la cama. Había un cuadernillo, dos bolígrafos negros de tinta china, un libro de cuentos de Oscar Wilde, bolas de estambre llenas de colores vívidos para la abuela y una bolsa de dulces para el niño al que le había tumbado un diente.
No recuerdo bien qué había pedido, creo que un perro y un portafolio con sustancias químicas dentro para hacer volar a la profesora de Español.
Nunca volví a recibir carta otro seis de enero, pero no he dejado de ser niña, no tengo prisa y no sé si algún día la tenga. Aún me le cuelgo a mi padre del cuello en días lluviosos y lloro sin parar por culpa de un amor que no supe cómo cuidar, aunque en eso nunca importe la edad.
No sé cuántos regalos he pedido a lo largo de toda mi vida, tampoco sé exactamente a quién, pero tengo guardados en el centro de mi cuerpo, eventos que no tienen caducidad. Tengo 25 años y los viejos dicen que apenas está empezando mi vida, pero no, empezó cuando comencé a cuidar recuerdos. Los viejos no son siempre tan sabios, o simplemente no lo son, tal vez solo son viejos. El sabio resultó ser Baltasar.
Y hasta la fecha escribo historias que nunca me piden.