Por Bibiana Faulkner
A veces las películas no son tan irreales, por supuesto muy pocas de ellas. Lo que es cierto, en algunos casos y cuando puedes soportarlo, es la aversión hacia el amor y el resentimiento hacia una vida en pareja. El corazón te queda tan atormentado y en pedacitos, que el miedo que sientes llega a ser mucho más grande que el sol. Te resignas a no saber más a aquella persona que fue tuya y comienzas a canalizar tu altivez (solo si posees esos dotes) en personas cuyo atractivo te parezca provocador, sino nunca. Y justo este es el punto en el cual comienzas una colección de cuerpos, y tal vez de corazones; algunas veces sintiendo orgullo, pero la mayoría de ellas, sabiéndote deliciosamente abominable.
Alguna vez me dejaron una nota que yo no ansiaba leer, ni siquiera me percaté de ella sino hasta días después. La nota justificaba dulcemente la ausencia, ¡como si el estar ausente fuera cosa tan justificable!, ¡¿Pero en qué nos hemos convertido?!
La nota decía que me había besado la frente, era algo así como un suplicio a un llamado posterior. Carajo, como si no tuviera más cuerpos con los cuales biengastar el mío.
Es obvio y definitivo, el entrar a una habitación con el corazón puesto y salir dejándolo en manos de alguien es lo más estúpido y puro que puede hacer una persona.
Tan infieles somos a nuestro instinto que a veces dejamos de invitar a alguien a nuestra alcoba por fidelidad a alguien más. Así se mezcla injustamente el amor con las pasiones adquiridas, con el deseo, con el nulo raciocinio. Qué injustos somos con nosotros mismos, ¡por Dios!
La subjetividad, tan consustancial a nosotros, nos inclina a entrar en una cuadratura de imperfecto criterio, y nos limita a sentir y/o a pensar, nos invita a encarcelarnos con todo el montonal de emociones a desbordar e incluso a restringirnos una dosis de placer incontrolable.
Y entonces lloramos; lloramos por tener el espíritu grande grande como el sol o tan pequeño que jamás se podría ver. Lloramos por desahogo, por desconsuelo, por despecho, por coraje, por no tener algo mejor que hacer. ¿De dónde se sacó eso de que también se llora por alegría, de los abuelos? Nos cuesta tanto trabajo definir las emociones, que confundimos un peso de encima con júbilo, que confundimos una entrada a un motel con una invitación a nuestra vida, que dejamos notas justificando ausencias para sentirnos más soportables.
Y así le damos vuelta al calendario, incluso cuando no te lleva a ningún lugar. Así lanzamos gritos hacia el Sur, así creemos que absolutamente nada sucede cuando se nos está escapando absolutamente todo entre las piernas de alguien más.