Por Bibiana Faulkner
Desde que la conocí, supe que la tenía en un plan, específicamente en un lugar repleto de sal.
Y ahí nos encontramos, era una casa mediana pero justa para dos. Era un sitio tan mágico que apenas sentadas en el cobertizo, el mar nos buscaba tanto que las olas rompían en nuestros pies, algo así como un cuadro hermosamente pintado, solo que un poco mejor.
Era una tarde soleada, de esas tardes muy repetidas, era la hora justa que separaba los sueños de una parálisis en la memoria. Después vendría la noche, luego el abandono, la huida, nunca la permanencia.
Nos miramos más tiempo del que hablamos. Ella me contaba sus años mientras yo medía el tamaño de sus lunares, todos ellos con la yema de mis dedos. Yo la tocaba mientras ella cantaba un poco de rock. Ella tenía historias en las heridas y yo mis manos enteras en la profundidad de sus cicatrices. Yo le besaba la comisura de los labios y ambas enloquecíamos con una guerra entre nuestros párpados.
Enseguida, la puesta de sol con todos los escenarios juntos que he leído en unos cuantos libros, solo que un poco mejor. Me hablaba de ella mientras yo gesticulaba por sus malos agudos al cantar. Me susurraba despacito palabras al oído que nunca entendí; yo sonreía porque siempre le dije que sí.
Combatimos en una cama que no sé, y aunque nos miramos más de lo que nos besamos, nos sentimos más de lo que nos fingimos. Todo terminado en «mos», solo que un poco mejor.
Ella era como todos los lugares que siempre había querido visitar, era todos los sitios juntos, era algo así como todos los paraísos de la tierra atrapados en una mujer, solo que un poco mejor.
Y nosotras, nosotras éramos ese lugar entre el cielo y el mar. Éramos el peor pronombre personal, la peor rima, la peor de todas las apuestas. Éramos una especie de agonía contra toda vida, éramos una batalla contra todo tiempo, éramos como luchar sabiendo que moríamos enteras o en pedazos.
Anochecía, todavía te esperaba. Y lo único que necesité fue que llegaras.