Por Bibiana Faulkner

En nuestra primera cita, y ahora que lo pienso, la única y sin lugar a una pequeña duda, la mejor, me miraba como buscando algo siempre en mí. Algo algo; respuestas, paz o mirar nada más. Esa tarde, y ahora que lo pienso, la tarde de ayer, casi en forma de suplicio le manifesté mi deseo de fotografiarla para que así pudiese ver cómo la miraba yo, y con la libertad, dulzura y coqueteo más puro que puede habitar en una mujer, me dijo: “También podemos dormir juntas”.

Hablamos, mucho tiempo hablamos. Las palabras más racionales de todos los tiempos salían de sus labios, mas confieso, que un par de ocasiones me dediqué a verla y me volví sorda. La cadencia de sus palabras combinaba perfecto con cada uno de mis sentidos.

Es verdad, mi nulo interés por los astros era lo único que no nos combinaba, ni a ella siendo libra, ni a mí siendo escorpión. Pero no importaba, las sábanas habían sido perfecto universo y ella y yo la pareja ideal en una constelación. No existía ni la más imperceptible duda: habíamos sido la mejor composición, ¿pero sabes? ella siempre mejor que yo.

“Quítate el pantalón”, me dijo. La cadencia de sus palabras combinaba perfecto con cada uno de sus movimientos. No existía ni la más minúscula duda: ella y yo hacíamos más fuego que la primavera.

Se acercaba el amanecer. ¿A quién se le ocurre que una no puede enamorarse habiendo pasado tan solo unos minutos en un café, en una cama, en una calle, en unos ojos?

Por primera vez la huida era mutua, la vivíamos con maravilloso detalle y naturalidad. No existía ni la más mínima duda: éramos como dos ríos cargando una eterna búsqueda hacia el mar. Nos separamos sin promesas y con firme libertad. Había claridad pero también desconsuelo.

Indudablemente ella había navegado en mi mar y yo había anclado en su puerto.

 

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