Por Alejandro Burgos

Twitter: @budasufi

 

El hombre caminaba con la lentitud de un atardecer. Un cigarrillo a medio encender se dejaba consumir al borde de sus labios imitando el lento extinguir de la vida misma. Una barba desordenada bajo un rostro insomne, unas manos que lo han sujetado todo y que todo lo han dejado ir. Los ojos tatuados en el suelo y una sombra adormilada diluyéndose en el calor infernal de los meses de verano. Sus pasos dejaban un rastro de existencia imperceptible, un vacío ambulante, un grito de boca cerrada. A su alrededor el caos, el peligro de todas las tristezas y demonios que danzan como títeres enloquecidos en los ojos del prójimo. Apenas era consciente de sí mismo, de sus pasos, de las manos hundidas dentro de sus bolsillos, de sus pantalones decolorados por el respirar del tiempo, del viento que todo lo acaricia, que todo lo toca, de los cimientos del mundo que se fundían debajo de toda esa realidad.

 

Sin darse cuenta su andar lo llevó a la Plaza Francisco de Miranda. Alzó la mirada de pronto, en un gesto desesperado como quién al encontrarse extraviado, hurga en la multitud de desconocidos buscando una cara familiar. La plaza le devolvió una mirada triste, una sonrisa fingida que le atravesó el corazón.

 

Una serie de bancos dispuestos de forma paralela en los cinco pasillos que conformaban la plaza, estaban ocupados por una serie de extravagantes personajes. En uno de los primeros bancos, un hombre de edad incierta y de cutis destrozado por el acné, fumaba una pipa inmensa. Nubes de tabaco tan espesas como el incienso se levantaban por los aires haciendo piruetas suicidas y dibujando figuras obscenas. Sus labios parecían abrazar la boquilla de plástico, sus dedos amarillentos como pergaminos inmemorables, sujetaban con femenina delicadeza el esófago de roble de la pipa, en un vaivén interminable que bien conoce todo fumador. Los ojos de aquel personaje estaban cristianamente sepultados en las cavidades oculares, dejando apenas entrever una pupila que, a pesar de estar cegada por la neblina de las cataratas, no dejaba de moverse inquieta, siempre buscando un halo de luz al cual aferrarse.

 

Del otro lado, en uno de los banquillos que dan hacia la calle, una pareja de amantes liceístas se estrellaban susurros en las mejillas, se manoseaban con saña de perro callejero y se imaginaron el uno al otro formando parte de un conglomerado de cuerpos desnudos y sudorosos, enredados entre las sábanas anónimas de un hotel de mala muerte, mordiéndose las ganas a punta de gemidos. La promiscuidad sexual suele usar uniforme escolar.

 

El hombre al ver a los muchachos en esos amores tan volátiles, se sintió importunado. Siguió de largo, dejándolos consumirse en una hoguera llena de movimientos torpes y erecciones disimuladas.

 

En el banquillo siguiente, una mujer embarazada intentaba alejar el calor del sol con un abanico de flores marchitas. Dentro de ella, un feto, un ser humano masticado por la chispa divina y concebido a merced de un preservativo de mala calidad, se debatía en el dilema que le presentaba la existencia. Estaba molesto. Fue injustamente arrastrado de los pies del limbo multidimensional de los no-nacidos. Vivir, mejor dicho, el simple hecho de existir se le planteaba como un terrible inconveniente que hubiera preferido evitar. Pero allí estaba, desnudo, rodeado de líquido amniótico, dentro de una extraña a la que debía llamar madre y alimentándose por un tubo conectado a su ombligo. Nadie pide nacer.

 

Nuestro hombre se sentó al lado de la mujer preñada por las circunstancias. Tiró el cadáver del cigarrillo consumido y miró a los ojos al prócer cagado por palomas pero manteniendo siempre el rictus orgulloso.

 

—Disculpe usted señora, ¿sabe quién es?— dijo sin mirarla a los ojos.

 

—Claro, claro. Él se llama… Francisco de Miranda, creo— respondió ella mientras el abanico suspiraba al oído de ambos.

 

—¿Y sabe usted qué hizo?

 

—Pues la verdad que no. Nadie lo sabe ya. Esa es gente que murió hace tantos años que sus actos, por más heroicos que hayan sido, son olvidados. Igual pasará con nosotros. Es decir, aquí, esto que le digo, ya nadie lo recordará cuando usted y yo dejemos de existir.

 

 

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