Por Carlos LM
Twitter: @bigmaud
Mantener contacto con amistades del pasado tiene detalles curiosos. En específico me refiero a lo que pasa en Facebook. En ese sitio se acumulan personas que con el paso del tiempo has dejado de ver, pero que aún permanecen en tu vida por el contenido de publicaciones que abarcan desde su situación sentimental hasta tópicos elevados como el de sus horóscopos diarios.
En lo que a mi respecta, poco a poco he borrado a un número considerable de esos personajes a los que conocí en otro tiempo. A la mayoría ni siquiera les acepto las solicitudes cuando las envían. ¿Para qué quiero tener ahí a un tipo de la secundaria? Algunas memorias es mejor conservarlas a distancia y evitar al máximo el riesgo de recordarlas. Temo se me peguen los malos hábitos de algunos, de modo que los mantengo lejos. No quiero ser como ellos, que su personalidad me invada o se apodere de mis pensamientos sin que apenas me dé cuenta: es posible que la exposición prolongada a sus publicaciones termine por convertirme en un admirador de Paulo Coelho o en un aficionado a las películas de Adam Sandler.
Otro detalle: de pronto las redes sociales sirven para ver que casi todos tus conocidos están en otros países. Es impresionante, la crisis no existe en esa dimensión. Quien quiera comprobarlo debe entrar a Facebook: el 98% de los mexicanos de clase media se encuentran en este instante en alguna playa, o estudiando en el extranjero.
Antes era algo que me intimidaba. Incluso lograba que me sintiera mal. ¿Con qué cara podía subir una foto del área de comida rápida en donde cenaba? Era imposible competir contra los paisajes exóticos de mis contactos. A un lado de sus cascadas y de sus montes nevados la banca de la esquina luciría ridícula. Optaba por no decir nada, quedar con el pensamiento de lo mal que iba, de la posibilidad de que fuera el peor humano sobre la tierra.
Por fortuna lo he superado. Dejé atrás esas ideas que no traían nada excepto frustración e intranquilidad. Nunca tuve nada en contra de mis amistades, al contrario, me parecía maravilloso que ellos tuvieran acceso a esos lugares tan bonitos. Lo que me ponía mal era estar al tanto de mi situación. Era un fracasado que no había salido del país. De pequeño estuve convencido de que, en cuanto muriera, acabaría en una sucursal nacional del paraíso: ni siquiera en la otra vida lograría conocer a gente de otras latitudes. Se lo comenté a algunos familiares: «Deseo que mi cadáver sea incinerado, echen las cenizas a un río cuando llegue el momento. Con un poco de fortuna algunas partículas de mi cuerpo desembocarán en algún charco de Bulgaria».
Era un error de enfoque. Se puede ser feliz en cualquier ciudad. Y también se puede estar triste en cualquier lado. No quedarse en un mismo sitio sirve para que el espíritu no se pudra, pero deambular por varios continentes tampoco garantiza nada.
El otro día un amigo de la preparatoria subió fotografías de su viaje por Europa y Egipto. Ya no tuve desesperanza ni se me revolvió el estómago. En cambio me concentré en uno de esos placeres que a veces se pasan de largo por andar en fantasías o vidas ajenas. Sobre el escritorio tenía una pera deliciosa. La mejor que se ha comido en la historia. Llevaba meses sin probar una y el rencuentro fue fabuloso. La corté en rodajas conforme la iba comiendo. Capas delgadas a través de las cuales se podía ver la luz. Nadie en el mundo tenía una mejor. Todos tenemos un tesoro. Le dije a la pera que, en una sociedad equilibrada, ella sería tan valorada como una manzana. Luego de terminar eché la semillas a la basura.