Por Alejandra Coral Mantilla
Twitter: @ayflaca
Uno aprende a desconfiar de a poquito. Primero como un cuentagotas. Incluso duda. Después llegan los golpes y las convulsiones. La mentira no suele esconderse en lugares muy lejanos. Generalmente, a la mentira se la encuentra en una sonrisa o en una mirada. A veces está en uno. A veces en el espejo. Y la mayoría de esas veces nos gusta pensar que está en otro. O al menos es la que más fácil solemos encontrar; porque claro, ¿a quién le gusta escarbar en sus propias mentiras?
El problema de la palabra es que es eterna. La esencia de la palabra, sin duda, es el recuerdo. Los recuerdos están hechos de palabras y las palabras, a su vez, son recuerdos. Se pertenecen. Se parieron mutuamente. Y ahí, precisamente, radica el problema. La memoria es difícil de engañar y cuando recuerda algo, lo retiene, se aferra a eso de brazos y piernas hasta extorsionarse a sí misma. La extorsión es el juego favorito de la memoria. Y hay memorias insomnes, y hay las que no perdonan, y hay las que desconfían, y hay las que huyen, y hay las que se torturan y las que torturan. Pero todas, y eso sí debo decir en honor a la verdad, todas recuerdan las palabras.
Lastimosamente somos animales de costumbre y tenemos la lengua volátil. Lenguas como serpientes que envenenan y ahorcan los actos arrojando palabras caducadas, palabras recicladas, palabras violadas. Palabras que no dejan de ser mentiras. Mentiras que fecundan en la memoria. Recuerdos que anulan los actos. Porque a fin de cuentas, las palabras que a veces nos parecen tan ingenuas, tienen el peso que más cuesta cargar: el de la culpa.
La desconfianza nunca es gratuita. Los golpes y las convulsiones posteriores lo confirman.