Por Víctor Burgos
Twitter: @budasufi
Allí estaba ella. Desnuda, toda. Como si acabara de salir del vientre de su madre. Perfecta, lúbrica por defecto, tectónica, ardiente. Su piel parecía brillar, tersa, como el mármol trabajado, como la piedra pulida, como la roca hecha mujer. Sus curvas contenían sus formas. Caderas, muslos, todo en proporción abundante, profusa, como un fruto en la plenitud de su madurez, como un astro que resplandece con fulgor propio en medio de un universo oscuro. Sus extremidades blancas, pulcras como las del ángel asexuado. Sus manos borrosas, de muchos dedos, de muchas caricias, sedientas de otra piel y de otras manos igual de profundas. Sus piernas como mástiles marfilados elevados en medio de todos los océanos, perfectas, erguidas como animales majestuosos pero quietos, acechantes, guardianes de la calidez universal, del sexo arbóreo, rodeado de pétalos, néctares y mieles. Rodillas impolutas que no conocen la sumisión impuesta y ordenada, muslos bienhechores, pies ágiles y livianos, de pasos seguros que besan la tierra por donde caminan. El vientre llano, ajustado, vasto y desértico como una extensión inmensa de polvillo blanco que no pesa nada.
Allí estaba ella. Quieta, posando desde hace horas. Inmóvil. Yo, con un montón de hojas y lápices, hacía trazos, borraba, tachaba y empezaba de nuevo. A pesar de que su largo cabello no se movía (yo había cerrado las ventanas del estudio), me daba la impresión de una caída de agua, que algo y no sé qué, se movía en su cabellera, sugiriendo un movimiento imposible e inhumano. Quería capturar eso, pero no pude. No encontré las palabras.
Minutos después le dije que ya habíamos terminado. Ella se colocó una bata fina y transparente que mal disimulaba su desnudez. Le entregué tres folios escritos. Ella los toma, sorprendida. Pensé que eras pintor, dice con un dejo de asombro en su voz. No, respondo yo, soy escritor.