Por Carlos LM
Twitter: @bigmaud
Son las diez de la noche. Estoy en la parada del autobús esperando que pase el que me lleve a casa. Llevo casi veinte minutos ahí. Lo único que veo pasar es a los de otra ruta. Y autos. Algunos, no muchos. Es una calle poco transitada. Hace frío. No hay nadie más junto a mí. El panorama es aburrido e incluso preocupante. Un lugar así de feo no debería alojar a personas tan inocentes como yo. Lo único que salva la situación es la música. Llevo los audífonos puestos. Suena un tema que disfruto. En la letra, el hombre cuenta cómo es que la chica que le gusta le rehúye. No queda claro si alguna vez hubo algo entre ellos o si se trata de una obsesión insensata. Él hace todo por ella: le llama por teléfono, le ofrece regalos, la visita… le compone canciones. Pero ella no parece quererlo, lo evita al máximo: le cuelga cuando llama, desprecia sus flores, manda a su padre para echarlo cuando toca a la puerta. No obstante, él sigue atado, e incluso confiesa que quizás sea esa maldad la que lo hace regresar para seguir con la tortura que supone la tristeza y el llanto. No hay otra como ella, así que se sabe condenado a continuar con el intento de que ella le haga caso.
De pronto noto una presencia. Hay alguien a mi espalda. Ya no estoy solo en la parada de autobuses. Bajo el volumen. Escucho unos pasos. Pasan a mi lado. Lo veo por fin, es un vagabundo. Se dirige al bote de basura que está a unos metros de ahí. Su aspecto, como puede adivinarse, es lamentable. Lleva los pies sobre lo que alguna vez fueran zapatos, y ahora son láminas de cuero que permiten a sus uñas convertirse en un espectáculo ambulante. Pobre hombre, pienso. Y al mismo siento un poco de miedo. La calle sigue abandonada. El autobús no llega y cada vez pasan menos autos que alumbren el camino.
Lo veo revisar la basura. La saca sin miramientos. Revisa si hay algo que le sirva. Desconozco si busca latas que pueda vender o si lo que desea es comida. Buenas noches, me dice. Ha notado que observo con cuidado sus movimientos. Me mira a los ojos. Instantes después percibo que hace una ligera inclinación. Sospecho que dirige la mirada al bolsillo que mi camisa tiene en el lado izquierdo del pecho. Ahí es donde está mi nuevo reproductor musical. Un regalo de mi padre por mi cumpleaños. Pienso que me lo quiere robar, eso es. Se viene una nueva tragedia. Adiós a los planes que ideé para los próximos dos años. No volveré a hacer ejercicio. Imposible sin música portátil de acompañamiento. Es más, no volveré a salir de casa. El trauma será permanente. O quizás pida asilo en un pueblito a las afueras de la ciudad. No estoy preparado para este tipo de situaciones. ¿Con qué cara podré salir a tomar el aire de nuevo? Siempre habrá alguien necesitado por las calles. Hay mucha gente pobre. Qué tristeza.
Reflexiono al respecto. Yo al menos tengo para comer. Cómo podría reclamarle si se decide a atacar. Entendería el robo: quizás ese buen hombre no tuvo acceso a las mismas oportunidades que yo. Simpatizo con él. Tiene cara de ser un ladrón honrado. No me ha apuntado con un arma ni me ha amenazado de muerte. Usa estrategias mucho más sutiles y educadas. Está a la espera que yo dé el primer paso. Debo sacrificarme por él.
Saco el reproductor del bolsillo, lo sostengo con la mano derecha. Finjo un bostezo para estirar los brazos. Lo invito a que considere la oferta. La verdad es que ya no necesito de música. Tanta obsesión por las letras solo me ha traído una sensibilidad desbordada que afecta la manera en que afronto la vida diaria. A este paso no solo perderé el oído, también la cordura.
Espero a que la provocación rinda frutos. Pero no pasa nada. El hombre saca algo del basurero y se aleja después de decir hasta luego. Es entonces cuando lo entiendo: el tipo es un héroe. Quizás un santo. Lo compruebo al ver que es capaz de caminar sobre el agua. Así lo atestigua uno de los charcos. Es alguien que prefiere hundirse en el hambre y en la miseria antes que afectar a alguien más. Mientras se aleja en la obscuridad pienso en su bondad. Es obvio que en ninguna parte de la calle encontrará algo del mismo valor que mi reproductor musical. Y sin embargo decidió no robarme. Pudo hacerlo, venderlo y cenar en un restaurante durante varias semanas. La calle estaba sola, no había ningún policía cerca y era un tipo fuerte al que no le habría supuesto mayor resistencia. Se nota que creció en un campo de batalla, que convivió con leones y tigres de bengala. Hablo de un ser mitológico. Lamento no haber tomado una foto. O haberle hecho preguntas para escribir un libro con revelaciones sobre nuestro destino como humanidad.
Regreso el aparatito al bolsillo. Queda justo enfrente de mi corazón que late emocionado por haber conocido a una persona tan bella. Una a la que únicamente le hace falta un baño.